jueves, 20 de diciembre de 2012

Inundación


-¡Se viene la crecienteeeee!.
 Estirando la e hasta quedar sin aire, el muchacho corrió calle arriba, la única del pueblo, hasta llegar a su casa. Entró como un loco por la puerta siempre abierta, casi arrancando la cortina desflecada, despertó a su padre, prolongador de siestas, y casi volteó la olla donde su madre  cocinaba para la prole.
 Ella lo increpó:
 -¿Qué te pasa, estás loco o te picó una víbora?- Te he dicho que no andes descalzo por entre los pastos.
 -¡Mamá, mamá, se viene la creciente!, tenemos que irnos, rápido....
 -¿De qué creciente estás hablando?, hace cuatro meses que no llueve...
 Atropelladamente explicó:
 -Estaba tirando piedras al río, está creciendo rapidísimo, ya llega a la orilla, como en el invierno, por favor mamá...
 Su progenitor, despierto a medias, venía alarmado por los gritos.
 -¿Qué sucede acá?, ¿es que no se puede dormir tranquilo en esta casa?
 -¡El río, papá, el río está creciendo!
 -Vos estás loco, hace meses que no veo una nube, ¿de dónde va a venir el agua?
 -¡Vamos!, ¡les voy a mostrar que no miento!
 Dicho esto, Pablito –ese era su nombre- ganó la calle, y sin mirar para atrás, corrió desandando el camino que usara unos minutos antes.
 Varios curiosos, alertados por sus gritos, ya se dirigían a la playa.

 Era verdad, la quieta superficie se dilataba apresuradamente. Sin indicios de lluvia, parecía que el agua brotaba desde el fondo. En pocos minutos, casi todo el poblado estaba en la orilla, observando con asombro el fenómeno.
Comentarios de diferente índole se escuchaban, hasta que alguien dijo:
 -Si sigue así, en unas horas está en las casas.
Fue la estampida. El pánico se apoderó de los pobladores, que corrieron despavoridos a sus hogares. Se escuchó el llanto de algunos pequeños que, arrastrados por sus madres no entendían lo que pasaba. Se desató una actividad febril e inusitada para un domingo de tarde.
 Los más veloces  ya entraban en sus moradas. Adentro, se detenían mirando en rededor, sin saber que salvar, cambiaban las sillas de lugar, dejando esto, tomando aquello, llevándolo a otra habitación. Algunos llenaban bolsas de ropa; los gordos buscaban asegurar la comida, los borrachos, el aguardiente. Los niños elegían su juguete más preciado. Una señora entrada en años se puso a desenterrar su planta de malvón y una tomatera medio seca, buscó dos latas viejas para trasplantarlas y así salvarlas del desastre. De todas las moradas emergían personas cargando los trastos más diversos, en el descontrol, pretendían salvar objetos sin valor, muy pesados para la huida. Una señora, ya anciana sufrió un desmayo al querer sacar una antigua cómoda de roble. Al verla tirada, algunos pensaron en ayudarla, pero siguieron su camino. La necesidad de salvarse dio por tierra con la generosidad.
-Total,  no va a aguantar el viaje- dijo uno de los vecinos encogiéndose de hombros, mientras cargaba un desvencijado carrito con ollas y platos. 
Se veían algunos corriendo detrás de las  detrás de las gallinas, desacostumbradas a esa captura irracional, más lejos tres personas peleaban por atar a un cerdo de las patas. Otros, más avezados, fabricaron collares para sus animales. De un gallinero, salía otro individuo con una pobre clueca que se negaba a ser arrancada de su maternal cometido. Una vaca, en su porfía por quedarse volteó una cerca ingresando a la huerta; rumiaba la idea de revelarse, y así se lo hizo saber a su dueño con una coz que provocó un ay! seguido del airado sogazo por el anca de la lechera subversiva.
   Un muchachón pasaba un mal momento queriendo juntar una pata y su nidal. Cerca, una mujer se deshacía en llamados a su gato: - ¡Misho, misho nos tenemos que ir!
   La anciana de la cómoda se reponía con la ayuda de un buen vecino. Miraba a todos lados, al parecer atacada de anemia. Preguntaba -¿Qué está pasando, m’hijito?
 En la confusión, un ladronzuelo se metió en una de las moradas, creyéndola ya vacía, y por poco se lleva un tiro de escopeta del dueño, recién despierto de la borrachera del mediodía.
  Un joven aprovechaba la oportunidad para convencer a su novia que aquello era el fin, y que debían concretar el llamado del instinto antes de morir ahogados.
Unos pocos antepusieron el pensamiento a la acción, para ellos la duda era  adónde irían.  
 El paraje estaba situado en un extendido valle que se elevaba paulatinamente hacia las primeras lomas y se necesitaba una jornada a pie para alcanzarlas.  No tenían caballos, salvo un par de cansados matungos que usaban para tirar de los carros maltrechos. La manutención estaba basada en las diminutas huertas que cultivaban en los fondos, y en animales domésticos. Gallinas, patos, unos pocos cerdos y no más de cuatro vacas lecheras era toda la riqueza de la humilde villa.
El morador de una de las tres casas de cemento, albañil de oficio, conocido como Juan “El Cuchara”, subió sus enseres al techo, los cubrió con  plástico y los ató, comentando: -“No ha de ser tan grande la creciente pa’ llegar al techo, y la casa no me la yeva, eso tenganlon por seguro”.
Dentro de su casa, el padre de Pablito, ya completamente despabilado, dijo: -Pronto llega la noche, tenemos que salir lo más rápido posible.  


 Los primeros ya enfilaban por el angosto camino, iniciando el éxodo. Sin mirar atrás se esforzaban por apurar a los más pequeños y mantener a los animales próximos, ambas víctimas se negaban a marchar, no captando el sentido del éxodo crepuscular.  
   Poco a poco, todos se hicieron al camino.
   El pesado lastre de sus peculiares tesoros les restaba rapidez a la marcha. Cuando el vano esfuerzo por arrastrar muebles, tinas de baño, y enseres de cocina empezó a hacer mella en la resistencia de los peregrinos, optaron por dejarlos a la orilla del sendero, esperando de recuperarlos cuando bajara el río. El último morador, que se había quedado a la orilla del agua con la esperanza de que se detuviera le creciente, ya alcanzaba el grueso, descorazonado.

  Las sombras reptaban desde el ocaso, cubriendo ya los pies de los peregrinos.  Llevaban tres horas largas de marcha y muchos rezagados demoraban el desplazamiento de la columna, que se alargaba.
Don Ábalos,  hombre maduro, con sentido común y líder natural, propuso hacer noche en un bosquecillo ralo conocido por todos, que los resguardaría del “sereno”, el lugar era lo suficientemente alto para guardarlos hasta la mañana siguiente de las aguas que avanzaban. Apoyado por unanimidad, se apresuraron a alcanzar el sitio para elegir los mejores lugares. Como no  había suficiente leña para fogatas individuales, encendieron un fuego común. Cada uno formó su pequeño coto familiar, clavando palos y colgando cortinas viejas o lonas, para protegerse del rocío y como forma de mantener un mínimo de privacidad. La desazón era colectiva, sordos llantos apagaban el coro nocturno de grillos.  Agotados, primero los niños y los ancianos, se entregaron al sueño reparador, cubiertos por livianas frazadas, lo más cerca posible del fuego.
Un poco apartados, en complicidad con las sombras, la pareja de jóvenes se entregaba al amor. Él convenciendo y ella dejándolo hacer, excusada por el inminente riesgo de vida. Nadie les prestaba atención, el instinto de sobrevivencia  sustituyó a la censura.
La señora del gato estaba pasando un mal momento tratando de calmar a su mascota. El felino no quería entrar en razones, pese a que ella lo acariciaba mientras le advertía del inminente peligro de perecer si se apartaba de sus cuidados; escapaba a la lógica gatuna estar atado con una cuerda a su cuello, de noche y en medio de aquel lío.
Doña Cora, la anciana que sufriera el vahído, dormía sentada con una vieja radio en su regazo, y apoyada en un atado con las pocas pertenencias que pudo cargar. El cansancio y los nervios la habían sumido en un profundo sueño, la tensión del día se liberaba ahora en visiones en las cuales inmensas olas avanzaban sobre la población aplastando todo a su paso, pero no tocaban su morada; sentada en su salita, podía ver el agua por la ventana del frente como su estuviera en un submarino, de tanto en tanto cruzaba una vaca o un cerdo nadando como peces, respirando a sus anchas debajo del agua. Hasta su vecino, el degenerado aquel que orinaba en el fondo de la casa, se desplazaba desnudo medio cubierto de escamas, exhibiendo su dilatada panza que se hinchaba y comprimía cuando abría la boca para respirar. Disfrutaba del acuoso panorama detrás de su ventana, pero de pronto la puerta del fondo comenzó a ceder ante la presión del agua, se arqueó hacia adentro, reventó y el  recinto fue inundado. Sintió como sus pulmones se llenaban del líquido elemento, y perdía el sentido.
El dueño de la clueca, y de otras cuatro ponedoras, se durmió al lado de la rústica jaula, esperando que al menos una de ellas le proveyera aunque fuera con un huevo para el desayuno. Temía que al dormirse, alguien viniera a quitarle la preciosa producción avícola.
Con el pasar de las horas el sueño fue venciendo a los agotados viajeros, primero se durmieron los niños sobre el regazo de sus madres, después los adultos recostados en el duro suelo, fueron dominados por el agotamiento. Pese a sus recelos sobre los tesoros que cargaban cerraban sus ojos y se sumaban a la serenata de ronquidos. Los bultos humanos, cubiertos por frazadas ofrecían un peculiar cuadro, recortados a la luz de la luna. Sólo su desacostumbrada presencia perturbaba la paz nocturna.
Las luciérnagas, ajenas a la tragedia, jugaban a la mancha con sus congéneres.
El silencio apagó el fuego y la calma reclamó el cese del coro de grillos.
La noche transcurrió con relativa tranquilidad hasta que el canto temprano de un gallo despabiló a la mayoría. De detrás de la lejana cordillera llegaba el anuncio de la aurora en un tenue resplandor rosa que crecía. Aún a oscuras, se pusieron a acondicionar sus bártulos para la larga jornada. Cuando los rayos del sol lamieron las copas de los árboles,  todos  estaban en pie, menos la anciana de la radio, que permanecía inmutable, apoyada en su atado de pertenencias. El buen samaritano que la ayudara a recuperarse antes de salir y al que le había gustado mucho la radio, se acercó a despertarla. Antes de tocarle el hombro supo que algo andaba mal. Al apoyar su mano en la de ella, el frio de la muerte subió por su brazo como una corriente eléctrica. Repelido por la impresión, saltó atrás, persignándose.
Rápido anunció: -Doña Cora se queda-, y poniéndose la radio debajo del brazo, se alejó.
La penumbra cubrió su retirada, mientras que algunos curiosos se acercaban a husmear. Don Ábalos acostó suavemente a la señora, cubriéndola con una de sus propias frazadas. Pronunció una corta oración por su descanso eterno y dijo:
-No hay tiempo para enterrarla, busquen piedras alrededor y pónganselas encima, cuando baje el agua volveremos a darle cristiana sepultura-, y ejemplarizando tomó una roca de regular tamaño y la depositó sobre el cadáver.
Una vez que la cubrieron de piedras, la caravana continuó su marcha.
Cuando ya no se divisaba la columna, la joven pareja se quitó el cobertor de encima. Desnudos, recomenzaron sus juegos amorosos, dando rienda suelta al instinto. Ya alcanzarían el grupo más tarde.
Llevaban una hora y media de marcha y apenas si habían cubierto dos kilómetros. La temperatura subía rápidamente y las bocas se secaban. Paradojalmente, venían huyendo de una inundación, vivían a la orilla de un río y a nadie se le ocurrió cargar recipientes de agua.
Para muchos el camino era desconocido, jamás salían del perímetro de la villa, salvo aquellos que se conchababan para la cosecha de arroz, y ellos eran recogidos  y devueltos por un vehículo de la arrocera cada semana.
Gracias que venía con ellos el “rico” Pérez, cazador de oficio y contrabandista de profesión. Percatándose de la necesidad, y de la oportunidad que se le presentaba de ganar unos pesos, anunció que sabía dónde encontrar agua, pero que faltaba casi una legua para llegar al lugar.  Aquella “cachimba” entregaba la más fresca del mundo, según su opinión. Pero sólo él conocía la ubicación, claro que generosamente los guiaría al lugar.
La anhelante atención de todos se centró en su persona, lo que le restó autoridad al líder, que observaba receloso.
La sed muda preferencias.
Los dueños de los animales se habían quedado atrás. El del cerdo estaba sopesando la idea de matarlo, si no fuera porque no tenía donde almacenar toda la carne, el cochino no hubiera contado el cuento. La vaca se detenía cada pocos pasos a comer hierba tierna a la orilla del camino, y cuando su dueño la apuraba, comenzaba a cocear. Lo ponía de mal humor a tal punto que la hubiera dejado atrás, pero necesitaba su leche..
Pasado el medio día, con las bocas resecas, llegaron al manantial. Comprobaron que el “Rico” no exageró al ponderar la calidad del agua. Después de saciar la sed a sus anchas, cuidaron de llenar los recipientes que traían, fue el momento en que el contrabandista aprovechó para armar una mesa y exhibir su mercadería; la oferta del momento eran cantimploras, que según él eran excedentes de guerra, y las ofrecía a un precio irrisorio, todo venía de la hermana República del Brasil y estaba garantido de por vida. Desplegó una variada cuantía de artículos: sábanas, chicles, dulce, aguardiente, píldoras para el resfrío, ungüentos, figuras de santos, velas, linternas, y baterías por supuesto. Dijo que podían pagar en dos cuotas, una en el momento y otra cuando bajaran las aguas.
Las mesas quedaron limpias en menos de una hora.
El olvidado líder, ofendido, ni se acercó al manantial, su mujer le trajo agua y se fue de compras. Don Ábalos había soñado con ser el primer Jefe de la Junta Local del “Perdido” y ahora aquel oportunista negociante le quitaba el recién adquirido liderazgo con la sucia triquiñuela del agua. No era justo.
Desde el lugar que ocupaba, sentado en una roca, paseó su mirada por el llano. Vio al dueño de la vaca y al del cerdo que ya venían subiendo la pequeña ladera. Más atrás, la joven pareja los seguía sin apuros. Colocó la mano en forma de visera sobre sus ojos, apenas se vislumbraba la víbora del río. Ni señales de la inundación. A esta hora buena parte del llano debía estar cubierta por las aguas.
Algo no encajaba.
Se sintió en el deber de informar a sus pares, se paró y trató de hacerse oír, primero tímidamente, pero al ver que no daba resultado gritó:
-¡Las aguas se han detenido!
Todos se miraron, los niños dejaron de jugar, las mujeres de lamentarse, los hombres despertaron y “Rico” escondió el dinero.
Pero fue nada más empezar la historia y aquel odioso niño Pablito, el que había descubierto el avance de las aguas, vociferó:
-¡Alguien se acerca por el camino, viniendo de los cerros, es la polvareda nomás!
Dirigieron su atención hacia donde señalaba, y en efecto, una densa columna de polvo se elevaba tras lo que parecían ser tres o más vehículos, Corrieron ladera abajo, hasta las huellas. La columna ya se detenía. El que encabezaba la marcha era el propio comisario departamental, en su camioneta nuevecita, atrás se detuvo un ómnibus moderno, como los de las fotos, y luego la van de la radio capitalina, con sus antenas y todo.
-¡Es el comisario!
-¡Un ómnibus nuevo!
-¡El gordo de la radio!
La muchedumbre rodeó los vehículos, era la primera vez que venían tantos juntos, desde la última campaña electoral nadie llegaba al poblado.
Ante la algarabía general el representante de la ley descendió de su rodado. Lo acosaron a preguntas, él, pidiendo calma, esperó que se hiciera silencio, extendió su mano derecha hacia adelante, como para jurar, diciendo:
-Hemos sido avisados por una llamada anónima que todo el pueblo del “Perdido” estaba amenazado de quedar sumergido bajo las aguas. Hemos venido a socorrerlos.
Llamamos a las agencias del gobierno para indagar sobre lluvias aguas arriba, pero hace dos meses que no ocurre ninguna precipitación de cuantía. El extraño fenómeno ha intrigado a las autoridades regionales y todos estamos abocados a resolver el misterio.
-Pero nosotros, ¿qué va a pasar con nosotros?- Dijo Don Ábalos, aprovechando la excelente oportunidad que se le presentaba de erigirse como voz de los desvalidos y recobrar su liderazgo.
-No deben preocuparse, el señor Intendente Departamental comenzó los trámites para declarar zona de desastre al “Perdido”, recibirán ayuda de la Capital, “nuestro” Senador ya fue advertido de los hechos. Alimentos, frazadas, carpas, materiales de construcción, un equipo médico, todo está en camino. El Ejército dispuso un equipo de ingenieros, un puente será levantado justo después de la villa. Ahora pueden abordar el bus, los llevará de regreso a sus casas.
Y diciendo esto, se fue a supervisar el ascenso al transporte de los damnificados.
Comentarios diversos se escucharon:
-Frazadas, ¿para qué queremos frazadas?, estamos en verano.
-Carpas, si volvemos pa’ las casas, pa’ qué queremos carpas.
-Un puente, si no vive nadie del otro lado, el camino termina en el pueblo.
-Pa’ mi que el comisario está borracho.
Don Ábalos se unió al representante de la ley, cuando este era asediado por el reportero de la radio. Tomó el brazo que sostenía el micrófono, acercándolo a sus labios, y declaró:
-Yo soy Asdrúbal Ábalos Amestoy, el futuro Jefe de la Junta Local, me preocupa la situación de mi comunidad y no descansaré hasta que se sepan las causas de este extraño fenómeno que vino a perturbar la paz de nuestro pueblo.
Ambos líderes se alejaron intercambiando ideas sobre la cercana campaña política y comentando el fenómeno de la creciente, y como afectaría la producción de arroz de ese año.
El comisario manifestó extrañeza por la anónima llamada, diciendo que comúnmente las personas que advierten de desastres quieren ser reconocidas como salvadores y no permanecen en el anonimato.
Alguien les cortó el paso para preguntarles sobre los planes de futuro. Mientras el jerarca policial contestaba las preguntas, la mente de Ábalos trabajaba aceleradamente, la respuesta al misterio de las aguas yacía  en algún rincón de su subconsciente pero no quería aflorar, todo estaba relacionado, inexplicablemente, a esa llamada anónima.
La señora del gato le preguntó si volvían al pueblo o los llevaban a un refugio, pero el hombre no escuchó, exploraba los recuerdos para hallar la información que estaba seguro poseía.
Ella se dirigió entonces al comisario.
Éste le contestó que dependía si el río seguía subiendo o si se detenía. Todo el Perdido podía quedar sumergido en las próximas horas, y el camino era muy bajo y angosto para arriesgar el transporte de toda la gente, además no había lugar para dar vuelta si el agua estaba alta.
La frase repiqueteó en la mente de Ábalo: “el camino muy bajo”.
Entonces recordó. Fue en uno de sus viajes mensuales a la capital departamental, que hacía para cobrar la jubilación. Se quedó como siempre un par de noches, para regresar  al Perdido en el ómnibus local, el trayecto se hacía una vez por semana, de ida los lunes y de vuelta los jueves.
Apreció claramente el desvencijado “Gemecé” transitando los toscos senderos, pasando por vados, lomas y pedregales, abriendo porteras y cargando noticias y se vio él mismo sentado en la primera fila de asientos, del lado de la ventanilla.
El dueño de la línea, José Romano, hispano italiano de tercera generación, trabajaba para el correo y cargaba pico y pala en el colectivo, para “bajarle el copete” a algún roquedal muy filoso por los que tenía que rodar, la Intendencia Municipal no tenía tiempo ni medios para reparar rutas olvidadas, la duración del viaje dependía de el tiempo que le llevaba a Romano “limar asperezas”.
El veterano jubilado aprovechaba para tomarse unas copitas en el prostíbulo de la ciudad, y si lo pedía el cuerpo, darse un gusto con alguna de las muchachas, mariposas del amor, como las llamaba con cariño.
Su mente recopiló la visita con asombrosa claridad. Uno de los capataces de las arroceras estaba sentado en el bar del “bajo”, una mesa contigua a la de él; había ordenado que le dejaran la botella de dorada aguardiente, y bebía paladeando cada trago con fruición, alegre. Cuando el nivel de la caña llegó a la mitad, empezó a soltar la lengua y a descargar la conciencia.
-A veces uno tiene que hacer cosas que no le gustan, pero mi amigo, así es la vida. De no creer.
Se dirigía a Don Ábalos, elegido al azar por proximidad y porque habían elevado las copas deseándose mutuamente salud segundos antes de iniciar su confesión.
-Pero si no le cuento cómo va a saber. - Se dio un respiro para empinar la copa, chasquear la lengua y continuó- Fue en una reunión en el cuarto de atrás del bar de la “Picada del Chato”, estaban varios caudillos locales, algunas de las personalidades de las arroceras, varios capataces y también unos malandros del Brasil. Me habían avisado del evento y me entreveré, sin saber lo que pasaba. Para mí era cosa cotidiana, gastarme unos reales en aguardiente y en los naipes. Me llamó la atención la mezcolanza- hizo otra pausa y continuó, - porque no soy abombao y llevo mucho sarandí cortao- dijo, verseando.
-Me pregunté qué hacían malandros y caciques juntos en el cuarto reservado para reuniones reservadas.
Ya fuera para interesar a su interlocutor, que parecía no creer en la historia o por rescatar de detrás del velo aguardentoso la fidelidad de los acontecimientos, respiró, llenó y vació la copa, y elevó la vista al ennegrecido techo del local, cavilosamente.
Dejó que la interrogante propia flotara para hacer crecer el interés de su interlocutor.  Dramatizó: -Malandros y caciques juntos…
Cerró los ojos y elevando su nariz, hizo como que olía la suciedad del asunto, completó:
- Como no fuera planear una canallada.
Alivianada su conciencia, pero sin haber arrojado luz sobre lo que planeaban, preguntó:
-¿Conoce el caserío del “Perdido”? – sin esperar la respuesta, dio por sentado que el veterano estaba al tanto de todo. Preguntó retóricamente: -¿Sabe cual, no?-, y siguió hablando.
-El villorrio molesta a un chorro de intereses. Muchos quisieran verlo desaparecer porque está justo ubicado en las mejores tierras de cultivo de arroz, y no se puede inundar el área debido a su asiento, en medio de los mejores campos.
Pero un Senador de la República, nacido en la zona, tiene el ojo puesto en ellos, y presiona al gobierno departamental para que los apoye. No son nada más que una caterva de piojosos, como dijo don Eloy, el terrateniente.
-Caterva de piojosos, tu madrina, pensó Don Ávalos, sin que las palabras brotaran de su boca.
El capataz pidió permiso para ir al baño a “cambiar las aguas”. Cuando volvió, levantó la botella y miró el fondo para cerciorarse de tener suficiente hasta concluir su historia, hecho lo cual continuó:
-Don Eloy es el mayor productor de grano de la cuenca de la Laguna Merim, un hombre inteligente, por eso tiene lo que tiene. Fue él que sugirió que si los terrenos fiscales se anegaban y el pueblo desaparecía, el gobierno se quedaba sin excusas para no permitir el arriendo de los campos.
-¿Qué tiene que ver el “Perdido” con el arrendamiento?-, fue la pregunta de don Ábalos.
-Sencillo, el único motivo que existe esa ruta, que cruza por medio de los terrenos, es el pueblo, su por causa de las lluvias u otras, el agua lo cubre o cubre a ambos, el costo de construir un camino más elevado les haría pensar en la alternativa de mover la gente, y dejar la zona anegable, lo que aprovecharía don Eloy para hacer su oferta de arriendo de los campos.
-Pero ¿qué puede provocar el desastre?, ha habido lluvias importantes este y otros años, la represa aguantó, y el agua nunca llegó a las casas.
Ese “las casas” encendió una chispa de recelo en los ojos del interlocutor de Don Ábalos, el alcohol ingerido no lo dejaba entrever claramente, pero le resultó demasiado familiar la forma de expresarse del hombre, entonces decidió cortar por lo sano y con un: -accidentes hay todos los días, dio por concluido el relato.
Y con la astucia propia del que vive en guardia, le pasó una mano por el hombro, y guiñándole un ojo señaló a una de las meretrices hablándole bajito, con complicidad.
-Ahora me voy a la cama, tome tranquilo, está todo pago.
Cuando el capataz se alejaba, su amiga preferida vino a sentarse en su falda, y le empezó a hablar sucio al oído, el jubilado se olvidó del capataz, del “Perdido” y de la historia.
Pero ahora lo veía todo claro, aunque no se explicaba a ciencia cierta cómo había ocurrido la creciente de la tarde anterior, estaba seguro que intereses espurios provocaron el desastre que los había traído hasta el lugar donde ahora debatían su destino.
Pero, ¿cómo probarlo? Era gente muy poderosa y él ni el nombre de aquel capataz recordaba. Además la crecida del río se había detenido, si no fuera así ya debería haber tapado el camino hasta los eucaliptus.
Llamó aparte al comisario y le dijo: -yo sé quiénes son los responsables, tengo una valiosa pista, pero no puedo decir públicamente como la obtuve, así que le cuento y usted sabrá qué hacer.
En pocos minutos puso al tanto al defensor de la ley del plan que urdían para hacer desaparecer el pueblo.
El policía fue a su camioneta y comenzó a hacer llamadas por radio. Ábalos continuaba con su proselitismo político, sumando votantes a su Lista, la única hasta ahora.
Volvió el comisario y se situó en el centro de los damnificados, pidiendo atención les informó de las últimas noticias:
-Hemos descubierto un plan para acabar con la villa, pero el largo brazo de la ley – levantó el suyo propio, y repitió: -el largo brazo de la ley ha alcanzado a los criminales antes que terminaran su tarea. Alguien nos advirtió que estaban por volar el dique, y hace unos minutos, las fuerzas del orden bajo mi mando, se hicieron presentes con la celeridad que nos caracteriza, y procedimos a capturar a los malhechores que habían podido hacer explotar una de las cargas ayer después de mediodía, pero que estaban armando otras dos para destrozar la represa y así completar su sabotaje. Son dos conocidos brasileros, con antecedentes en ambos lados de la frontera.
Hizo una pausa, para continuar con el resto de las noticias:
-La investigación se está llevando a cabo, y caiga quien caiga esto se va a aclarar. El señor Juez Penal me ha investido de poderes extraordinarios para agilitar la resolución del vil atropello.
Al escuchar al uniformado profiriendo amenazas, aunque sin saber lo que decía, el “Rico” Pérez hizo mutis por entre las ramas del bosque nativo. Un cartel quedó tirado cerca del manantial, estaba escrito con tiza sobre un pedazo de cartón, rezaba: “No se aseptan reclamos de mercadoria” 
El policía anunció:
-Los vamos a llevar de regreso a sus hogares.
Gritos de alegría brotaron de las gargantas.
El dueño de la vaca y el del cerdo descargaban su mal humor en los respectivos animales, ante la inminencia del regreso a pie.
El de las ponedoras pedía ayuda para subir las jaulas al techo del ómnibus.
Los jóvenes amantes subieron al transporte, ante la réproba mirada de sus congéneres, ella soñaba con su vestido de novia, él con alistarse en el ejército.
Allá en la villa, el rio Olimar había retrocedido a sus registros de verano, sin ni siquiera rebasar sus arenosas orillas.
Junto al monte, el cuerpo de Doña Cora quedó sin enterrar. 
FIN
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Autor Roosevelt Altez                          email: buencuentista@gmail.com

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Permiso demorado


-El sentido común es el menos común de los sentidos- dijo mi amigo, apuntando al auto que iba delante de nosotros.
-Ya se, la señora va manejando por la izquierda, a paso de tortuga y vos no la querés rebasar por la derecha.
-¿Sabés porqué?
-Supongo que es porque no te gusta romper las reglas, te salís del sentido común-, bromee.
-Vos te reís. Esa “Señora”, porque hay que llamarla de alguna forma- dijo con marcada ironía-, va a llegar a su casa sana y salva, habiendo causado varios retrasos, discusiones, provocado excusas por llegar tarde, y hasta algún accidente.
-Es como la Intendencia Municipal, ignorante, ineficaz, y culpable.
Apenas lo dijo el auto de marras frenó súbitamente, obligándonos a hacer lo mismo. Tan imprevista como la frenada, fueron los acontecimientos que se sucedieron. Bocinazos e insultos de desaprobación a su maniobra fueron seguidos por chirriar de neumáticos, y dos autos se salieron de la senda, buscando rebasar a la causante por ambos lados.
La impávida mujer encendió el señalero indicando tardíamente su intención de doblar a la izquierda.
Uno de los enojados automovilistas apenas la pudo esquivar  y ocasionó otra serie de frenadas, bocinazos e insultos. Como había rebasado por la mano contraria, obligó a uno que venía de frente y a exceso de velocidad a maniobrar bruscamente para esquivarlo, lo que lo envió contra la acera de enfrente, donde derribó varias bicicletas y un cartel de: “conduzca despacio”.
No vimos que sucedió después porque nuestra senda ya renaudaba la marcha, sin que la dama que originó el lío se percatara de nada.
MI amigo, impasible, continuó: - A eso me refería, a las consecuencias de la inefectividad e ignorancia de la administración pública. Esta “viejita”- adjetivizó con despectivo cariño,- cuando se entere de la noticia esta noche o mañana, va a lanzar una exclamación al saber del accidente; seguro dirá: -Yo justo pasé por ahí a la misma hora y no vi nada.
-¿Entendés la analogía?, me preguntó con cara de sabihondo.
-Si, dale, atendé el tránsito, le dije con paciencia.
-¿Qué fue lo que te hicieron en esa oficina para que estés tan enojado?
-Si hubieran hecho algo, aunque mal, me sentiría mejor. Te ignoran completamente. Llevo tres años atrás de un permiso para vender choripanes en la costanera. No es justo.
Me preguntó:
-¿Querés que te diga lo que les hice la última vez que fui?
-Contame, contame.
-Siempre llegaba al mostrador y nadie me atendía. A veces pasaba veinte minutos esperando, y ellos y ellas, los supuestos “funcionarios”, que dicho sea de paso la palabra viene de funcionar, cosa que no sucede en ese lugar; ellos, te decía, me ignoraban, como si yo no existiera.
-¿Y?
-Me llevé un atomizador con pintura roja, de esa que se quita con un trapo mojado. Me puse unos jeans, tenis, llegué una hora después de que abrieron; entré a la oficina. Parado en el lugar de siempre, sucedió lo que siempre, ni me miraban. Cuando iban veinte minutos, me empecé a rociar de rojo desde la cabeza hacia abajo.
Me pinté el pelo, la cara, el pecho, los brazos; cuando iba a comenzar con las piernas, se acercaron dos tipos, vestidos iguales, supongo que encargados de la limpieza.
Me preguntaron qué me pasaba.
Les pregunté llorando, fingiendo por supuesto: -¿Ustedes me ven?
-Uno dijo: ¡Claro señor!
-¿Me ven completamente?, las piernas sin pintar, ¿también las ven?
-Si, lo vemos todo. ¿Podemos ayudarle?
-Entonces empecé a gritar: ¡Me ven, me ven, gracias a Dios, no soy invisible!
-Qué loco-, comenté- mirá si terminás preso.
-Casi, casi, pero logré que me atendieran. Ahora, aunque no resuelven nada todavía, por lo menos viene uno corriendo a preguntarme en que me puede servir.
Largué la carcajada, y mi amigo también.
Luego volvimos a la realidad.
-Ya casi llegamos. – y agregué- la verdad que te admiro.
Nos despedimos en la puerta de  mi casa.
A la mañana siguiente, compré “El País” para ver si el accidente que presenciamos, o casi, había tenido consecuencias graves.
Me cercioré del lugar y fecha de la edición, por las dudas: “Montevideo, diecisiete de octubre de mil novecientos ochenta y dos”
Antes de llegar a las noticias metropolitanas me llamó la atención el titular. Las grandes letras publicaban dramáticamente  “Ataque a establecimiento rural deja como saldo un gallinero destrozado” y agregaban: “extrañas huellas son el único rastro de la nocturna incursión”, luego ampliaba el artículo que también el perro de la familia, un fox terrier pequeño, pero barullento, había sido también víctima del ataque. Parte de su cadáver, la mitad posterior, lo encontró el dueño en la madrugada siguiente, en un charco de sangre.
La familia, desconsolada, apareció en el informativo de la tarde, luego que las fuerzas policiales autorizaran a las agencias de noticias a ingresar a al predio de la vivienda.
Pese a lo denodado de la búsqueda, no se encontraron rastros de que o quién causara la matanza. De las gallinas, el gallo y los huevos, lo único que quedó fueron plumas desparramadas por doquier y los nidos destrozados.
La noticia ganó la calle y se especulaba que asentamientos ilegales cercanos, habían empezado a atacar las viviendas suburbanas en busca de provisiones.
Otros decían que un ser horripilante había reaparecido, porque el fenómeno se daba en los años de mucho calor, y esa primavera había comenzado con inusuales altas temperaturas, lo que reforzaba la teoría del ente sobrenatural. Según la gente de más edad, la visita sucedía en los veranos extremadamente tórridos, cuando los seres se aventuraban a dejar los recónditos lugares de su hábitat natural, al aumentar desmesuradamente su temperatura corporal, que los hacía muy agresivos.
 -No le tienen miedo a nada- decían.
Las teorías proliferaban y el nerviosismo de la población de las chacras cercanas se hacía sentir, pidiendo protección extra, mientras reforzaban las rejas de hierro de sus ventanas y las cercas de los gallineros.
Exactamente una semana después, otro hecho similar llenó los titulares de la prensa. Tanto “El País” como “Últimas Noticias” publicaban fotografías de una porqueriza con la empalizada derribada, donde toda una camada de lechones había desaparecido, al igual que el contenido de las bolsas de ración, que aparecieron esparcidas en el galpón destinado a su almacenamiento. La puerta de madera presentaba un boquete hacia adentro. La cerda, madre de los cochinitos, todavía no había sido encontrada. El perro de la casa, un ovejero alemán con reputación  de malo y mordedor, había arrancado la estaca, y con cadena y todo, fue hallado gimiendo a un kilómetro del lugar, en una casucha derruida, de donde no quería salir.
Algunos decían que aprovechando la confusión alguien se había alzado con los animales, rompiendo la puerta para inculpar al responsable del ataque anterior.
Mi amigo y yo decidimos dar un vistazo por la zona. Conocíamos a un ingeniero mecánico que se había establecido en el lugar, de paso lo visitaríamos y veríamos como marchaba su proyecto del criadero de ranas.
No fue mucho lo que pudimos ver ni averiguar. Notamos el nerviosismo de las personas y escuchamos los disparates más increíbles. La imaginación popular,  sacando provecho de las anómalas condiciones de los ataques, ya hablaba de extraterrestres y de seres traídos de las selvas amazónicas, y criados en cautiverio, los que escapándose comenzaron la matanza.
-Que no terminará- agregaban-, hasta cazarlos.
Luego de parar a tomarnos un refresco, nos dirigimos en nuestro viejo auto a la casa del ingeniero.
Persona singular, había dejado el taller metalúrgico que le daba buenos dividendos, comprado un terreno de cinco hectáreas y se había dedicado a desarrollar diversos proyectos. Tenía un criadero de lombrices, que vendía como carnada a los pescadores, y que a su vez enriquecía la tierra del cultivo, que también vendía como abono. Pero su principal dedicación era el criadero de ranas. Habiendo estudiado el mercado culinario del vecino país, se percató que la población de la zona sur del Brasil consumía grandes cantidades de estos anuros y que los proveedores no podían cumplir con la creciente demanda.
Calculó los riesgos, hizo los planos, vendió, compró, y se puso manos a la obra.
Luego de saludarlo y presentarle a mi amigo, nos invitó a pasar.
Ansioso por mostrar sus adelantos, nos sacó a recorrer sin más preámbulos el establecimiento, y a medida que avanzábamos, nos revelaba la función de cada sector. Las ranas eran de una especie tropical, llamada rana toro, y se alimentaban de moscas. Así que criaba también moscas para darle de comer a las ranitas.
Construyó ductos de poliuretano que ventilaban todo el criadero, por diferencia de altura y temperatura del aire, lo que ayudaba cuando se cortaba la electricidad.
Luego de acabar el paseo nos invitó a un café. Comentamos brevemente las noticias últimas. Por lo que nos dijo no estaba muy enterado de los ataques, ni de los comentarios circulantes. Notamos que no quería hablar sobre ello, se apreciaba que tenía suficiente con los problemas con su criadero.
Entonces le preguntamos como avanzaba la comercialización de su producto.
Nos contó que el negocio en sí no había comenzado a rendir y que se estaba quedando sin recursos. Inquirimos el por qué y nos dijo que llevaba ciento veinte trámites y no lograba obtener el permiso de venta de los tan promisorios batracios.
Y ya no sabía donde ponerlos. La supuesta ventaja de la rapidez con que se reproducían se había vuelto el principal inconveniente.
-¿Porqué no vas a la prensa?, le sugerimos. –Es más,  con todo este revuelo, no está lejos que paren por acá a preguntarte si sabés algo-, indicó acertadamente mi amigo.
No le gustó la posibilidad, nos explicó que si la oficina pública donde hacía los trámites quedaba al descubierto, seguro que cerraban el expediente y adiós negocio.
-¿Cuál es el problema de habilitarlo de una vez?- pregunté yo.
-Es que esta especie es depredadora, y si se escapan, crecen mucho y se comen a los otros sapos, entonces te imaginas los ecologistas, ponen el grito en el cielo. Además no quiero darles coima, y parece que ese es el fondo del asunto.
-Todo lo que está pasando es culpa de ellos y no mía- apuntó.
Nos despedimos, deseándole suerte y subimos al auto.
De regreso comentábamos lo corrupto que estaba el sistema.
-Hay que coimear para criar ranas, -bromeó mi amigo –, es lo último.
-Bueno- comenté yo- tenés que tener en cuenta que son un peligro para el eco sistema, mirá si se escapan y empiezan a comerse todo…
No terminé la frase, nos miramos y gritamos al unísono:
-¡Nooooooooo!...

FIN
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Autor Roosevelt J Altez           email: buencuentista@gmail.com

Su lugar


El enorme círculo incandescente se escondía lento en el verde surrealista de la tarde. La soledad gemía en silencio, huérfana. Jirones de nubes devolvían en trazos rojos la agresividad del creciente ocaso mientras la terquedad del verano expandía su aplastante humedad, alentando a prolongar la siesta hasta casi el anochecer.
La única figura que rompía la quietud del paisaje caminaba sin dirección fija. La abúlica indiferencia que vestía era matizada por unos ojos profundos y melancólicos. Por la forma en que dejaba que sus pies gobernaran el rumbo se diría que no le importaba adonde le conducían.
Y así era. Había perdido el interés por vivir, el minuto siguiente, el otro día eran vagas nociones del devenir absurdo del tiempo. Se diría que habitaba otra dimensión, paralela a la de su cuerpo.
Algo le volvió a esta realidad, un borracho, surgido de la nada, se le acercó estirando la mano con la palma hacia arriba, en procura de una moneda. Le molestó la insistente súplica del vagabundo, ahíto de alcohol. Rompía la intimidad de su tristeza. Lo esquivó.
Se agachó a recoger un pedrusco pardo e irregular. Imprecó:
-¡Maldita plaza! ¡Ni un miserable guijarro!
Arrojó el improvisado proyectil sin desearlo. El eco le devolvió el sordo golpe contra el piso de asfalto hirviendo.
-Esto no tiene sentido-. Se refería a la vida.
Elevó la mirada, hasta ahora abocada a la inútil pesquisa de cantos rodados. Trató de enfocar su atención en algo definido, más allá de su miseria, en vano.
La colosal barrera de árboles impedía todo intento de escape. Las casas jugaban a esconderse en el planificado bosque de la metrópolis.
Desde aquella mañana, cuando le hicieron trizas la felicidad al golpear la puerta de su cabaña, el despreocupado universo que habitaba se desmoronó. Tal era su desconcierto que, de a ratos se descubría flotando, justo encima del embaldosado camino que se extendía a su frente, incapaz de focalizar la realidad.
Eran vanos sus esfuerzos por restablecer el contacto con la segura solidez del suelo. Entonces al no lograrlo no insistía. Flotaba.
En esos lapsos, se apretaba del mundanal sufrimiento, confundiendo el arriba con el abajo, el tiempo, el año, el día.
Era una práctica involuntaria, trucos de la mente para esquivar el agudo dolor de los recuerdos. Estratagema mitigante que funcionaba.
Pero la realidad se imponía, abrasando. Inquisitiva, permanente. Mala.
Era candente su ausencia. Dejó un vacío mucho mayor que el volumen que había ocupado.
No demoró en darse cuenta de ello. Bastó cerrar la puerta tras la terrible noticia y volverse hacia la habitación desierta. Es que ella llenaba los espacios, aún desconectada, silenciosa. La mera evidencia de su potencial bullicio era suficiente para dar vida al hogar.
Las sombras ya unían siluetas de árboles y casas. Quedaba el calor estival aferrado a la tierra y la nostalgia de otro día, en la queja crepuscular de los grillos.
Este paseo por universos tan disímiles le calmó. Se acostó sobre el césped, boca arriba. Al no encontrar alivio en los cercados horizontes, se remontó por el azimut hasta lo inconmensurable, viajó. Se bañó en la constelada salpicadura de estrellas, y disfrutó del silencio absoluto, a años luz de sí mismo. Se quedaría allí, separaría la energía vital del cuerpo, se elevaría hasta verse a sí mismo, dormido, cara al firmamento. Entonces viajaría. Iría hasta los más recónditos lugares del universo; sería más rápido que la luz y leve como un átomo. Buscaría el alivio de su pena en los arcanos misterios del espacio. El plan era perfecto hasta que una sombra presentida tocó el perímetro de su circunstancial lecho.
-El parque cierra al anochecer.
La voz cavernosa, autoritaria, le obligó a retornar bruscamente al planeta. Se irguió presto a reaccionar ante la inoportuna presencia, pero al ver el uniforme y el arma lo pensó, y balbuceando un “perdón”, se alejó hacia la salida.
Ahora le restaba nada más que volver; entrar en la inmensa soledad de la vivienda sabiendo que ella no estaría allí, que el silencio lo aplastaría con el masivo sarcasmo de su ausencia. Podría intentar encender la radio, o escuchar música, pero no era lo mismo; el color que ella irradiaba, los cambios de temperamento, las imprevistas situaciones, hasta lo más banal, como las comidas que le ofrecía; todo faltaría ahora.
Llegó al porche, y estiró su mano a la puerta. Se detuvo. Pensó en voz alta: -¿y si voy a un motel?
Encontraría otra, pero no sería lo mismo, a ella la conocía, llevaban seis años juntos. Entró.
Dirigió su vista al sitio que ella solía ocupar, en medio de la habitación, cerca de la ventana. Se acercó al lugar no pudiendo creer todavía que se hubiera ido. Pasó su mano por la limpia superficie de la pequeña mesa, donde la miró por última vez. Quedaba la remota esperanza de que volviera.
En ese instante sonó el teléfono. Corrió a atender, rogando al cielo por buenas noticias.
La voz del otro lado, impersonal, y cruda, le asestó el golpe de gracia a su ya alicaída moral: la televisión no tenía arreglo.


FIN
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Autor: Roosevelt Altez                     email:buencuentista@gmail.com

¿Qué hago aquí?

¿Que hago aquí?

Me formulaba la pregunta mientras caminaba hacia la entrada del túnel.
La enorme boca de cemento, diseñada como acceso para cuatro vías del metro bus, me esperaba para digerirme esa mañana, y vomitarme diez horas después. Para entonces, el sol, al que veía sólo los fines de semana, se estaría ocultando detrás de la arboleda que coronaba los lados de la enorme depresión.
El lugar pronto albergaría diecisiete líneas ferroviarias con sus correspondientes vehículos de pasajeros, lavadero y taller de reparaciones.
La pregunta persistía, daba vueltas.
Y mientras cruzaba el dilatado umbral que me llevaba a las entrañas de la tierra, la interrogante se multiplicaba, paría más acusaciones que, como dardos certeros e ineludibles, se clavaban en mis entrañas.
Sucedía al comenzar cada día, y en cada oportunidad utilizaba el mismo recurso para evadirme; fintaba, esquivaba, inventaba historias, ensayaba excusas; hasta que dejaban de golpearme el pecho. Entonces, la nostalgia se apagaba en la oscuridad, y el ruido de los martillos neumáticos y las mezcladoras de cemento aturdían todo lo que no fuera mi específico cometido de marcar la línea central de la futura vía en el húmedo suelo del túnel.
Hay momentos en la vida en que los sueños te levantan en vilo y te llevan exactamente adonde quieres ir. Pero para que ocurra tienes que, por supuesto, ser un soñador, o al menos tener la habilidad de fantasear.
La mejor edad para ello es cuando todavía no te han golpeado en demasía, cuando el mundo te ofrece tentadoras alternativas, puertas una al lado de la otra, todas abiertas. Es el tiempo en que no le prestas oídos a historias de fracasos, es cuando tu optimismo te hace invulnerable a  los que buscan quebrar tus castillos, a los que apedrean el alma. Si en esos años cuidas tus sueños como un tesoro, entonces estás listo para emprender vuelo en el preciso instante en que te den pista.
Pero si te tocó enamorarte, y te casaste, y conseguiste un trabajito lo suficientemente seguro como “para ir tirando”, y comenzaste a juntar años “para la jubilación”, entonces las anclas no te dejaron zarpar, se debilitaron los vientos de tus quimeras, y se hicieron jirones las velas de la esperanza.
Fue justo cuando empezaron a zarandearte, y tuviste que asirte fuerte para no caer por la borda al océano de los desesperados, donde se paran encima de tu cabeza, y las tablas que pueden mantenerte a flote escasean.
Algo así me sucedió a mí; asegurado por cientos de minúsculas estacas, como Gulliver en el país de los enanos, dejaba pasar el tiempo y las oportunidades, mientras se multiplicaban las pequeñas ataduras, hasta que me inmovilizaron por completo.  
Para cuando logré soltarme, ya tenía mujer, hijos, perro y gato. Y además, el resto de una familia que me retenía como lastre a globo aerostático.  
Las coplas de Pueblo Blanco: “pero los muertos están en cautiverio, y no nos dejan salir del cementerio”, pintan el cuadro incomparablemente.
Hay un tiempo de partir y uno de quedarse. Yo desperdicié el primero.
Luego  me di a la tarea de remendar un velero desahuciado, calafateado con una viscosa mezcla de sueños de borracho e historias de amigos fracasados, y me hice a la mar cuando la marea tiraba hacia la costa y las aves se alejaban del océano, prudentes.
En realidad no me embarqué. Destrozada toda esperanza, llené dos valijas de lo que quedó de quince años de peleas y traiciones y un divorcio, y saqué un pasaje barato sólo de ida a la tierra donde los billetes se daban como las frutas, con la idea de volver en unos pocos años, lleno de “plata” y feliz.
Aquí estoy todavía.
El túnel sigue prolongándose y bajando, y cada vez hace más frío. Analogía cruda de mi propia existencia, la salida se aleja a cada paso, como yo me alejo de  mis metas.
Una lágrima amenaza humedecerme la mejilla, pero se seca apenas brota, aún debajo de los lentes de seguridad.
Me consta que la utopía de volver embriaga, y cuando te das cuenta, eres un soñadicto. Es decir, tanto creíste en los sueños que ya no puedes vivir sin ellos. Y cuando la realidad te somete a terapia intensiva, entonces necesitas una camisa de fuerza, casi siempre confeccionada de olvido, para no enfermarte o lo que es peor, huir al pasado que ha dejado de existir.
Soy prisionero, las paredes de mi celda, en lugar de rayas, reciben las marcas de los años jalonados por visitas de familiares que dejan lágrimas, fotografías e ilusiones de rencuentro allá, en mi tierra querida.
La cárcel es enorme, tiene el tamaño del territorio de los Estados Unidos. Puedo desplazarme dentro de ella, buscar distintos trabajos, intercambiar experiencias con otros prisioneros que, como yo, no tienen idea del largo de la condena.
            Pero quiero terminar el túnel, dicen que allá abajo vamos a encontrar otro, ya listo, donde la línea del metro llega, y que ese viene de la superficie, del centro de la ciudad, donde todo se puede adquirir, hasta la ciudadanía americana.
No te miento, he imaginado que cuando se junten saldré del pozo en algún lugar de mi amado Uruguay, a la Avenida dieciocho de Julio, o a la playa Pocitos, o a Punta del Este, en un espléndido verano.
-¿Qué hago aquí?
Mientras me desplazo diez metros, no, no, diez pies, para colocar la próxima marca, intento ser honesto conmigo mismo.
Y una pregunta trae la otra, que a su vez me ayuda a no contestar, a no definirme, a no torturarme.
Me pregunto: -¿Quiero volver?
Volver.
La familia ha aumentado, los hijos se casan, y apenas puedo mandarles un presente, y hacer una llamada en esa fecha tan importante para ellos.
No voy a estar en las fotos del casamiento, ni en el video, por supuesto.
Quisiera ver crecer a mis nietos. ¿Debo incluirlo en la lista de los sueños?
Hace unos días pregunté por los papeles. Mi carpeta está en el fondo de la pila.
Dije: ¿Cuánto más? -De uno a siete años- fue la respuesta.
Me llama el supervisor.
-¡Hey!  Ándale-. Para él, todos somos mejicanos.
Pregunta cuánto me falta para terminar los doscientos metros, digo pies.
Si le entendí bien el insulto, creo que tengo media hora más.
Es increíble cómo se simplifica el aprendizaje de un idioma cuando te ejercitas primero en las obscenidades. Le devuelvo la palabrota, total, somos amigos.
-¿Qué hago aquí?
La conciencia me acusa:
-¿Porqué no lo pensaste antes de salir, de tomarte el avión?
Es la verdad, bueno, sí lo pensé, pero se me agotaron las opciones. Es duro envejecer en un país donde no hay trabajo para ancianos de treinta y cinco años.
Y justo apareció ese amigo que vivía en los Estados Unidos.
-Allá- me dijo- todo es fácil para un tipo preparado como vos.
Y le creí.
-“How much longer?”
El gringo de nuevo, está apurado. Quiere saber cuánto tiempo más.
-Cinco minutos, le contesto en español, mientras levanto mi mano y abro los dedos, sin mirarlo.
-¿Qué hago aquí?
La verdad que no sé.
Y que quede entre vos y yo, pero tampoco sé qué me asusta más, si el volver o quedarme hasta que me salgan los papeles.
Termino mi trabajo y comienzo a recoger mis herramientas. A los gringos les gusta que soy ordenado. Me cuelgo mi “lonchera” al hombro, sacudo la linterna, probándola, y empiezo a caminar hacia la salida, esquivando bolsas de basura y saludando a los que se quedan para limpiar el sitio.
Se hace tarde.
Todavía tengo que pasar por la oficina, dejar mi hoja de trabajo y manejar cuarenta y cinco minutos hasta el lugar que alquilo, que rento, como dicen acá; un sótano de un “townhouse”.
No miro para atrás al salir a la superficie, el sol se debilita tras las copas de los cedros, el viento sopla suavemente, y el ruido de la ciudad, del tránsito, sustituye al de los compresores de aire y los martillos neumáticos.
Me voy a casa.
Suena extraño: “me voy a casa”
Los gringos muchas veces quieren saber a qué lugar tú llamas tu casa.
Y ese es el drama del inmigrante.
Vendiste todo para venirte, allá está tu tierra, tu hogar, está tu familia. Pero no tienes nada.
Abundan las vivencias, en la dimensión de los recuerdos, pero tener…
-¿Acá?
No tienes nada.
Puedes llegar a poseer una casa, un buen auto, hasta un bote.
Pero tener, no tienes nada.
-¿Qué hago aquí?
-No sé.
-Pregúntamelo mañana, a la entrada del túnel, y te contesto. 
FIN
(Cuento premiado en concurso literario)

Autor: Roosevelt J. Altez                email: raltez@gmail.com