El enorme círculo incandescente se escondía lento en
el verde surrealista de la tarde. La soledad gemía en silencio, huérfana.
Jirones de nubes devolvían en trazos rojos la agresividad del creciente ocaso
mientras la terquedad del verano expandía su aplastante humedad, alentando a
prolongar la siesta hasta casi el anochecer.
La única figura que rompía la quietud del paisaje
caminaba sin dirección fija. La abúlica indiferencia que vestía era matizada
por unos ojos profundos y melancólicos. Por la forma en que dejaba que sus pies
gobernaran el rumbo se diría que no le importaba adonde le conducían.
Y así era. Había perdido el interés por vivir, el
minuto siguiente, el otro día eran vagas nociones del devenir absurdo del
tiempo. Se diría que habitaba otra dimensión, paralela a la de su cuerpo.
Algo le volvió a esta realidad, un borracho, surgido
de la nada, se le acercó estirando la mano con la palma hacia arriba, en
procura de una moneda. Le molestó la insistente súplica del vagabundo, ahíto de
alcohol. Rompía la intimidad de su tristeza. Lo esquivó.
Se agachó a recoger un pedrusco pardo e irregular. Imprecó:
-¡Maldita plaza! ¡Ni un miserable guijarro!
Arrojó el improvisado proyectil sin desearlo. El eco
le devolvió el sordo golpe contra el piso de asfalto hirviendo.
-Esto no tiene sentido-. Se refería a la vida.
Elevó la mirada, hasta ahora abocada a la inútil
pesquisa de cantos rodados. Trató de enfocar su atención en algo definido, más
allá de su miseria, en vano.
La colosal barrera de árboles impedía todo intento de
escape. Las casas jugaban a esconderse en el planificado bosque de la
metrópolis.
Desde aquella mañana, cuando le hicieron trizas la
felicidad al golpear la puerta de su cabaña, el despreocupado universo que
habitaba se desmoronó. Tal era su desconcierto que, de a ratos se descubría
flotando, justo encima del embaldosado camino que se extendía a su frente,
incapaz de focalizar la realidad.
Eran vanos sus esfuerzos por restablecer el contacto
con la segura solidez del suelo. Entonces al no lograrlo no insistía. Flotaba.
En esos lapsos, se apretaba del mundanal sufrimiento,
confundiendo el arriba con el abajo, el tiempo, el año, el día.
Era una práctica involuntaria, trucos de la mente para
esquivar el agudo dolor de los recuerdos. Estratagema mitigante que funcionaba.
Pero la realidad se imponía, abrasando. Inquisitiva,
permanente. Mala.
Era candente su ausencia. Dejó un vacío mucho mayor
que el volumen que había ocupado.
No demoró en darse cuenta de ello. Bastó cerrar la
puerta tras la terrible noticia y volverse hacia la habitación desierta. Es que
ella llenaba los espacios, aún desconectada, silenciosa. La mera evidencia de
su potencial bullicio era suficiente para dar vida al hogar.
Las sombras ya unían siluetas de árboles y casas.
Quedaba el calor estival aferrado a la tierra y la nostalgia de otro día, en la
queja crepuscular de los grillos.
Este paseo por universos tan disímiles le calmó. Se
acostó sobre el césped, boca arriba. Al no encontrar alivio en los cercados
horizontes, se remontó por el azimut hasta lo inconmensurable, viajó. Se bañó
en la constelada salpicadura de estrellas, y disfrutó del silencio absoluto, a
años luz de sí mismo. Se quedaría allí, separaría la energía vital del cuerpo,
se elevaría hasta verse a sí mismo, dormido, cara al firmamento. Entonces
viajaría. Iría hasta los más recónditos lugares del universo; sería más rápido
que la luz y leve como un átomo. Buscaría el alivio de su pena en los arcanos
misterios del espacio. El plan era perfecto hasta que una sombra presentida
tocó el perímetro de su circunstancial lecho.
-El parque cierra al anochecer.
La voz cavernosa, autoritaria, le obligó a retornar
bruscamente al planeta. Se irguió presto a reaccionar ante la inoportuna
presencia, pero al ver el uniforme y el arma lo pensó, y balbuceando un
“perdón”, se alejó hacia la salida.
Ahora le restaba nada más que volver; entrar en la
inmensa soledad de la vivienda sabiendo que ella no estaría allí, que el
silencio lo aplastaría con el masivo sarcasmo de su ausencia. Podría intentar
encender la radio, o escuchar música, pero no era lo mismo; el color que ella
irradiaba, los cambios de temperamento, las imprevistas situaciones, hasta lo más
banal, como las comidas que le ofrecía; todo faltaría ahora.
Llegó al porche, y estiró su mano a la puerta. Se
detuvo. Pensó en voz alta: -¿y si voy a un motel?
Encontraría otra, pero no sería lo mismo, a ella la
conocía, llevaban seis años juntos. Entró.
Dirigió su vista al sitio que ella solía ocupar, en
medio de la habitación, cerca de la ventana. Se acercó al lugar no pudiendo
creer todavía que se hubiera ido. Pasó su mano por la limpia superficie de la
pequeña mesa, donde la miró por última vez. Quedaba la remota esperanza de que
volviera.
En ese instante sonó el teléfono. Corrió a atender,
rogando al cielo por buenas noticias.
La voz del otro lado, impersonal, y cruda, le asestó
el golpe de gracia a su ya alicaída moral: la televisión no tenía arreglo.
FIN
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Autor: Roosevelt Altez email:buencuentista@gmail.com
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