jueves, 20 de diciembre de 2012

Inundación


-¡Se viene la crecienteeeee!.
 Estirando la e hasta quedar sin aire, el muchacho corrió calle arriba, la única del pueblo, hasta llegar a su casa. Entró como un loco por la puerta siempre abierta, casi arrancando la cortina desflecada, despertó a su padre, prolongador de siestas, y casi volteó la olla donde su madre  cocinaba para la prole.
 Ella lo increpó:
 -¿Qué te pasa, estás loco o te picó una víbora?- Te he dicho que no andes descalzo por entre los pastos.
 -¡Mamá, mamá, se viene la creciente!, tenemos que irnos, rápido....
 -¿De qué creciente estás hablando?, hace cuatro meses que no llueve...
 Atropelladamente explicó:
 -Estaba tirando piedras al río, está creciendo rapidísimo, ya llega a la orilla, como en el invierno, por favor mamá...
 Su progenitor, despierto a medias, venía alarmado por los gritos.
 -¿Qué sucede acá?, ¿es que no se puede dormir tranquilo en esta casa?
 -¡El río, papá, el río está creciendo!
 -Vos estás loco, hace meses que no veo una nube, ¿de dónde va a venir el agua?
 -¡Vamos!, ¡les voy a mostrar que no miento!
 Dicho esto, Pablito –ese era su nombre- ganó la calle, y sin mirar para atrás, corrió desandando el camino que usara unos minutos antes.
 Varios curiosos, alertados por sus gritos, ya se dirigían a la playa.

 Era verdad, la quieta superficie se dilataba apresuradamente. Sin indicios de lluvia, parecía que el agua brotaba desde el fondo. En pocos minutos, casi todo el poblado estaba en la orilla, observando con asombro el fenómeno.
Comentarios de diferente índole se escuchaban, hasta que alguien dijo:
 -Si sigue así, en unas horas está en las casas.
Fue la estampida. El pánico se apoderó de los pobladores, que corrieron despavoridos a sus hogares. Se escuchó el llanto de algunos pequeños que, arrastrados por sus madres no entendían lo que pasaba. Se desató una actividad febril e inusitada para un domingo de tarde.
 Los más veloces  ya entraban en sus moradas. Adentro, se detenían mirando en rededor, sin saber que salvar, cambiaban las sillas de lugar, dejando esto, tomando aquello, llevándolo a otra habitación. Algunos llenaban bolsas de ropa; los gordos buscaban asegurar la comida, los borrachos, el aguardiente. Los niños elegían su juguete más preciado. Una señora entrada en años se puso a desenterrar su planta de malvón y una tomatera medio seca, buscó dos latas viejas para trasplantarlas y así salvarlas del desastre. De todas las moradas emergían personas cargando los trastos más diversos, en el descontrol, pretendían salvar objetos sin valor, muy pesados para la huida. Una señora, ya anciana sufrió un desmayo al querer sacar una antigua cómoda de roble. Al verla tirada, algunos pensaron en ayudarla, pero siguieron su camino. La necesidad de salvarse dio por tierra con la generosidad.
-Total,  no va a aguantar el viaje- dijo uno de los vecinos encogiéndose de hombros, mientras cargaba un desvencijado carrito con ollas y platos. 
Se veían algunos corriendo detrás de las  detrás de las gallinas, desacostumbradas a esa captura irracional, más lejos tres personas peleaban por atar a un cerdo de las patas. Otros, más avezados, fabricaron collares para sus animales. De un gallinero, salía otro individuo con una pobre clueca que se negaba a ser arrancada de su maternal cometido. Una vaca, en su porfía por quedarse volteó una cerca ingresando a la huerta; rumiaba la idea de revelarse, y así se lo hizo saber a su dueño con una coz que provocó un ay! seguido del airado sogazo por el anca de la lechera subversiva.
   Un muchachón pasaba un mal momento queriendo juntar una pata y su nidal. Cerca, una mujer se deshacía en llamados a su gato: - ¡Misho, misho nos tenemos que ir!
   La anciana de la cómoda se reponía con la ayuda de un buen vecino. Miraba a todos lados, al parecer atacada de anemia. Preguntaba -¿Qué está pasando, m’hijito?
 En la confusión, un ladronzuelo se metió en una de las moradas, creyéndola ya vacía, y por poco se lleva un tiro de escopeta del dueño, recién despierto de la borrachera del mediodía.
  Un joven aprovechaba la oportunidad para convencer a su novia que aquello era el fin, y que debían concretar el llamado del instinto antes de morir ahogados.
Unos pocos antepusieron el pensamiento a la acción, para ellos la duda era  adónde irían.  
 El paraje estaba situado en un extendido valle que se elevaba paulatinamente hacia las primeras lomas y se necesitaba una jornada a pie para alcanzarlas.  No tenían caballos, salvo un par de cansados matungos que usaban para tirar de los carros maltrechos. La manutención estaba basada en las diminutas huertas que cultivaban en los fondos, y en animales domésticos. Gallinas, patos, unos pocos cerdos y no más de cuatro vacas lecheras era toda la riqueza de la humilde villa.
El morador de una de las tres casas de cemento, albañil de oficio, conocido como Juan “El Cuchara”, subió sus enseres al techo, los cubrió con  plástico y los ató, comentando: -“No ha de ser tan grande la creciente pa’ llegar al techo, y la casa no me la yeva, eso tenganlon por seguro”.
Dentro de su casa, el padre de Pablito, ya completamente despabilado, dijo: -Pronto llega la noche, tenemos que salir lo más rápido posible.  


 Los primeros ya enfilaban por el angosto camino, iniciando el éxodo. Sin mirar atrás se esforzaban por apurar a los más pequeños y mantener a los animales próximos, ambas víctimas se negaban a marchar, no captando el sentido del éxodo crepuscular.  
   Poco a poco, todos se hicieron al camino.
   El pesado lastre de sus peculiares tesoros les restaba rapidez a la marcha. Cuando el vano esfuerzo por arrastrar muebles, tinas de baño, y enseres de cocina empezó a hacer mella en la resistencia de los peregrinos, optaron por dejarlos a la orilla del sendero, esperando de recuperarlos cuando bajara el río. El último morador, que se había quedado a la orilla del agua con la esperanza de que se detuviera le creciente, ya alcanzaba el grueso, descorazonado.

  Las sombras reptaban desde el ocaso, cubriendo ya los pies de los peregrinos.  Llevaban tres horas largas de marcha y muchos rezagados demoraban el desplazamiento de la columna, que se alargaba.
Don Ábalos,  hombre maduro, con sentido común y líder natural, propuso hacer noche en un bosquecillo ralo conocido por todos, que los resguardaría del “sereno”, el lugar era lo suficientemente alto para guardarlos hasta la mañana siguiente de las aguas que avanzaban. Apoyado por unanimidad, se apresuraron a alcanzar el sitio para elegir los mejores lugares. Como no  había suficiente leña para fogatas individuales, encendieron un fuego común. Cada uno formó su pequeño coto familiar, clavando palos y colgando cortinas viejas o lonas, para protegerse del rocío y como forma de mantener un mínimo de privacidad. La desazón era colectiva, sordos llantos apagaban el coro nocturno de grillos.  Agotados, primero los niños y los ancianos, se entregaron al sueño reparador, cubiertos por livianas frazadas, lo más cerca posible del fuego.
Un poco apartados, en complicidad con las sombras, la pareja de jóvenes se entregaba al amor. Él convenciendo y ella dejándolo hacer, excusada por el inminente riesgo de vida. Nadie les prestaba atención, el instinto de sobrevivencia  sustituyó a la censura.
La señora del gato estaba pasando un mal momento tratando de calmar a su mascota. El felino no quería entrar en razones, pese a que ella lo acariciaba mientras le advertía del inminente peligro de perecer si se apartaba de sus cuidados; escapaba a la lógica gatuna estar atado con una cuerda a su cuello, de noche y en medio de aquel lío.
Doña Cora, la anciana que sufriera el vahído, dormía sentada con una vieja radio en su regazo, y apoyada en un atado con las pocas pertenencias que pudo cargar. El cansancio y los nervios la habían sumido en un profundo sueño, la tensión del día se liberaba ahora en visiones en las cuales inmensas olas avanzaban sobre la población aplastando todo a su paso, pero no tocaban su morada; sentada en su salita, podía ver el agua por la ventana del frente como su estuviera en un submarino, de tanto en tanto cruzaba una vaca o un cerdo nadando como peces, respirando a sus anchas debajo del agua. Hasta su vecino, el degenerado aquel que orinaba en el fondo de la casa, se desplazaba desnudo medio cubierto de escamas, exhibiendo su dilatada panza que se hinchaba y comprimía cuando abría la boca para respirar. Disfrutaba del acuoso panorama detrás de su ventana, pero de pronto la puerta del fondo comenzó a ceder ante la presión del agua, se arqueó hacia adentro, reventó y el  recinto fue inundado. Sintió como sus pulmones se llenaban del líquido elemento, y perdía el sentido.
El dueño de la clueca, y de otras cuatro ponedoras, se durmió al lado de la rústica jaula, esperando que al menos una de ellas le proveyera aunque fuera con un huevo para el desayuno. Temía que al dormirse, alguien viniera a quitarle la preciosa producción avícola.
Con el pasar de las horas el sueño fue venciendo a los agotados viajeros, primero se durmieron los niños sobre el regazo de sus madres, después los adultos recostados en el duro suelo, fueron dominados por el agotamiento. Pese a sus recelos sobre los tesoros que cargaban cerraban sus ojos y se sumaban a la serenata de ronquidos. Los bultos humanos, cubiertos por frazadas ofrecían un peculiar cuadro, recortados a la luz de la luna. Sólo su desacostumbrada presencia perturbaba la paz nocturna.
Las luciérnagas, ajenas a la tragedia, jugaban a la mancha con sus congéneres.
El silencio apagó el fuego y la calma reclamó el cese del coro de grillos.
La noche transcurrió con relativa tranquilidad hasta que el canto temprano de un gallo despabiló a la mayoría. De detrás de la lejana cordillera llegaba el anuncio de la aurora en un tenue resplandor rosa que crecía. Aún a oscuras, se pusieron a acondicionar sus bártulos para la larga jornada. Cuando los rayos del sol lamieron las copas de los árboles,  todos  estaban en pie, menos la anciana de la radio, que permanecía inmutable, apoyada en su atado de pertenencias. El buen samaritano que la ayudara a recuperarse antes de salir y al que le había gustado mucho la radio, se acercó a despertarla. Antes de tocarle el hombro supo que algo andaba mal. Al apoyar su mano en la de ella, el frio de la muerte subió por su brazo como una corriente eléctrica. Repelido por la impresión, saltó atrás, persignándose.
Rápido anunció: -Doña Cora se queda-, y poniéndose la radio debajo del brazo, se alejó.
La penumbra cubrió su retirada, mientras que algunos curiosos se acercaban a husmear. Don Ábalos acostó suavemente a la señora, cubriéndola con una de sus propias frazadas. Pronunció una corta oración por su descanso eterno y dijo:
-No hay tiempo para enterrarla, busquen piedras alrededor y pónganselas encima, cuando baje el agua volveremos a darle cristiana sepultura-, y ejemplarizando tomó una roca de regular tamaño y la depositó sobre el cadáver.
Una vez que la cubrieron de piedras, la caravana continuó su marcha.
Cuando ya no se divisaba la columna, la joven pareja se quitó el cobertor de encima. Desnudos, recomenzaron sus juegos amorosos, dando rienda suelta al instinto. Ya alcanzarían el grupo más tarde.
Llevaban una hora y media de marcha y apenas si habían cubierto dos kilómetros. La temperatura subía rápidamente y las bocas se secaban. Paradojalmente, venían huyendo de una inundación, vivían a la orilla de un río y a nadie se le ocurrió cargar recipientes de agua.
Para muchos el camino era desconocido, jamás salían del perímetro de la villa, salvo aquellos que se conchababan para la cosecha de arroz, y ellos eran recogidos  y devueltos por un vehículo de la arrocera cada semana.
Gracias que venía con ellos el “rico” Pérez, cazador de oficio y contrabandista de profesión. Percatándose de la necesidad, y de la oportunidad que se le presentaba de ganar unos pesos, anunció que sabía dónde encontrar agua, pero que faltaba casi una legua para llegar al lugar.  Aquella “cachimba” entregaba la más fresca del mundo, según su opinión. Pero sólo él conocía la ubicación, claro que generosamente los guiaría al lugar.
La anhelante atención de todos se centró en su persona, lo que le restó autoridad al líder, que observaba receloso.
La sed muda preferencias.
Los dueños de los animales se habían quedado atrás. El del cerdo estaba sopesando la idea de matarlo, si no fuera porque no tenía donde almacenar toda la carne, el cochino no hubiera contado el cuento. La vaca se detenía cada pocos pasos a comer hierba tierna a la orilla del camino, y cuando su dueño la apuraba, comenzaba a cocear. Lo ponía de mal humor a tal punto que la hubiera dejado atrás, pero necesitaba su leche..
Pasado el medio día, con las bocas resecas, llegaron al manantial. Comprobaron que el “Rico” no exageró al ponderar la calidad del agua. Después de saciar la sed a sus anchas, cuidaron de llenar los recipientes que traían, fue el momento en que el contrabandista aprovechó para armar una mesa y exhibir su mercadería; la oferta del momento eran cantimploras, que según él eran excedentes de guerra, y las ofrecía a un precio irrisorio, todo venía de la hermana República del Brasil y estaba garantido de por vida. Desplegó una variada cuantía de artículos: sábanas, chicles, dulce, aguardiente, píldoras para el resfrío, ungüentos, figuras de santos, velas, linternas, y baterías por supuesto. Dijo que podían pagar en dos cuotas, una en el momento y otra cuando bajaran las aguas.
Las mesas quedaron limpias en menos de una hora.
El olvidado líder, ofendido, ni se acercó al manantial, su mujer le trajo agua y se fue de compras. Don Ábalos había soñado con ser el primer Jefe de la Junta Local del “Perdido” y ahora aquel oportunista negociante le quitaba el recién adquirido liderazgo con la sucia triquiñuela del agua. No era justo.
Desde el lugar que ocupaba, sentado en una roca, paseó su mirada por el llano. Vio al dueño de la vaca y al del cerdo que ya venían subiendo la pequeña ladera. Más atrás, la joven pareja los seguía sin apuros. Colocó la mano en forma de visera sobre sus ojos, apenas se vislumbraba la víbora del río. Ni señales de la inundación. A esta hora buena parte del llano debía estar cubierta por las aguas.
Algo no encajaba.
Se sintió en el deber de informar a sus pares, se paró y trató de hacerse oír, primero tímidamente, pero al ver que no daba resultado gritó:
-¡Las aguas se han detenido!
Todos se miraron, los niños dejaron de jugar, las mujeres de lamentarse, los hombres despertaron y “Rico” escondió el dinero.
Pero fue nada más empezar la historia y aquel odioso niño Pablito, el que había descubierto el avance de las aguas, vociferó:
-¡Alguien se acerca por el camino, viniendo de los cerros, es la polvareda nomás!
Dirigieron su atención hacia donde señalaba, y en efecto, una densa columna de polvo se elevaba tras lo que parecían ser tres o más vehículos, Corrieron ladera abajo, hasta las huellas. La columna ya se detenía. El que encabezaba la marcha era el propio comisario departamental, en su camioneta nuevecita, atrás se detuvo un ómnibus moderno, como los de las fotos, y luego la van de la radio capitalina, con sus antenas y todo.
-¡Es el comisario!
-¡Un ómnibus nuevo!
-¡El gordo de la radio!
La muchedumbre rodeó los vehículos, era la primera vez que venían tantos juntos, desde la última campaña electoral nadie llegaba al poblado.
Ante la algarabía general el representante de la ley descendió de su rodado. Lo acosaron a preguntas, él, pidiendo calma, esperó que se hiciera silencio, extendió su mano derecha hacia adelante, como para jurar, diciendo:
-Hemos sido avisados por una llamada anónima que todo el pueblo del “Perdido” estaba amenazado de quedar sumergido bajo las aguas. Hemos venido a socorrerlos.
Llamamos a las agencias del gobierno para indagar sobre lluvias aguas arriba, pero hace dos meses que no ocurre ninguna precipitación de cuantía. El extraño fenómeno ha intrigado a las autoridades regionales y todos estamos abocados a resolver el misterio.
-Pero nosotros, ¿qué va a pasar con nosotros?- Dijo Don Ábalos, aprovechando la excelente oportunidad que se le presentaba de erigirse como voz de los desvalidos y recobrar su liderazgo.
-No deben preocuparse, el señor Intendente Departamental comenzó los trámites para declarar zona de desastre al “Perdido”, recibirán ayuda de la Capital, “nuestro” Senador ya fue advertido de los hechos. Alimentos, frazadas, carpas, materiales de construcción, un equipo médico, todo está en camino. El Ejército dispuso un equipo de ingenieros, un puente será levantado justo después de la villa. Ahora pueden abordar el bus, los llevará de regreso a sus casas.
Y diciendo esto, se fue a supervisar el ascenso al transporte de los damnificados.
Comentarios diversos se escucharon:
-Frazadas, ¿para qué queremos frazadas?, estamos en verano.
-Carpas, si volvemos pa’ las casas, pa’ qué queremos carpas.
-Un puente, si no vive nadie del otro lado, el camino termina en el pueblo.
-Pa’ mi que el comisario está borracho.
Don Ábalos se unió al representante de la ley, cuando este era asediado por el reportero de la radio. Tomó el brazo que sostenía el micrófono, acercándolo a sus labios, y declaró:
-Yo soy Asdrúbal Ábalos Amestoy, el futuro Jefe de la Junta Local, me preocupa la situación de mi comunidad y no descansaré hasta que se sepan las causas de este extraño fenómeno que vino a perturbar la paz de nuestro pueblo.
Ambos líderes se alejaron intercambiando ideas sobre la cercana campaña política y comentando el fenómeno de la creciente, y como afectaría la producción de arroz de ese año.
El comisario manifestó extrañeza por la anónima llamada, diciendo que comúnmente las personas que advierten de desastres quieren ser reconocidas como salvadores y no permanecen en el anonimato.
Alguien les cortó el paso para preguntarles sobre los planes de futuro. Mientras el jerarca policial contestaba las preguntas, la mente de Ábalos trabajaba aceleradamente, la respuesta al misterio de las aguas yacía  en algún rincón de su subconsciente pero no quería aflorar, todo estaba relacionado, inexplicablemente, a esa llamada anónima.
La señora del gato le preguntó si volvían al pueblo o los llevaban a un refugio, pero el hombre no escuchó, exploraba los recuerdos para hallar la información que estaba seguro poseía.
Ella se dirigió entonces al comisario.
Éste le contestó que dependía si el río seguía subiendo o si se detenía. Todo el Perdido podía quedar sumergido en las próximas horas, y el camino era muy bajo y angosto para arriesgar el transporte de toda la gente, además no había lugar para dar vuelta si el agua estaba alta.
La frase repiqueteó en la mente de Ábalo: “el camino muy bajo”.
Entonces recordó. Fue en uno de sus viajes mensuales a la capital departamental, que hacía para cobrar la jubilación. Se quedó como siempre un par de noches, para regresar  al Perdido en el ómnibus local, el trayecto se hacía una vez por semana, de ida los lunes y de vuelta los jueves.
Apreció claramente el desvencijado “Gemecé” transitando los toscos senderos, pasando por vados, lomas y pedregales, abriendo porteras y cargando noticias y se vio él mismo sentado en la primera fila de asientos, del lado de la ventanilla.
El dueño de la línea, José Romano, hispano italiano de tercera generación, trabajaba para el correo y cargaba pico y pala en el colectivo, para “bajarle el copete” a algún roquedal muy filoso por los que tenía que rodar, la Intendencia Municipal no tenía tiempo ni medios para reparar rutas olvidadas, la duración del viaje dependía de el tiempo que le llevaba a Romano “limar asperezas”.
El veterano jubilado aprovechaba para tomarse unas copitas en el prostíbulo de la ciudad, y si lo pedía el cuerpo, darse un gusto con alguna de las muchachas, mariposas del amor, como las llamaba con cariño.
Su mente recopiló la visita con asombrosa claridad. Uno de los capataces de las arroceras estaba sentado en el bar del “bajo”, una mesa contigua a la de él; había ordenado que le dejaran la botella de dorada aguardiente, y bebía paladeando cada trago con fruición, alegre. Cuando el nivel de la caña llegó a la mitad, empezó a soltar la lengua y a descargar la conciencia.
-A veces uno tiene que hacer cosas que no le gustan, pero mi amigo, así es la vida. De no creer.
Se dirigía a Don Ábalos, elegido al azar por proximidad y porque habían elevado las copas deseándose mutuamente salud segundos antes de iniciar su confesión.
-Pero si no le cuento cómo va a saber. - Se dio un respiro para empinar la copa, chasquear la lengua y continuó- Fue en una reunión en el cuarto de atrás del bar de la “Picada del Chato”, estaban varios caudillos locales, algunas de las personalidades de las arroceras, varios capataces y también unos malandros del Brasil. Me habían avisado del evento y me entreveré, sin saber lo que pasaba. Para mí era cosa cotidiana, gastarme unos reales en aguardiente y en los naipes. Me llamó la atención la mezcolanza- hizo otra pausa y continuó, - porque no soy abombao y llevo mucho sarandí cortao- dijo, verseando.
-Me pregunté qué hacían malandros y caciques juntos en el cuarto reservado para reuniones reservadas.
Ya fuera para interesar a su interlocutor, que parecía no creer en la historia o por rescatar de detrás del velo aguardentoso la fidelidad de los acontecimientos, respiró, llenó y vació la copa, y elevó la vista al ennegrecido techo del local, cavilosamente.
Dejó que la interrogante propia flotara para hacer crecer el interés de su interlocutor.  Dramatizó: -Malandros y caciques juntos…
Cerró los ojos y elevando su nariz, hizo como que olía la suciedad del asunto, completó:
- Como no fuera planear una canallada.
Alivianada su conciencia, pero sin haber arrojado luz sobre lo que planeaban, preguntó:
-¿Conoce el caserío del “Perdido”? – sin esperar la respuesta, dio por sentado que el veterano estaba al tanto de todo. Preguntó retóricamente: -¿Sabe cual, no?-, y siguió hablando.
-El villorrio molesta a un chorro de intereses. Muchos quisieran verlo desaparecer porque está justo ubicado en las mejores tierras de cultivo de arroz, y no se puede inundar el área debido a su asiento, en medio de los mejores campos.
Pero un Senador de la República, nacido en la zona, tiene el ojo puesto en ellos, y presiona al gobierno departamental para que los apoye. No son nada más que una caterva de piojosos, como dijo don Eloy, el terrateniente.
-Caterva de piojosos, tu madrina, pensó Don Ávalos, sin que las palabras brotaran de su boca.
El capataz pidió permiso para ir al baño a “cambiar las aguas”. Cuando volvió, levantó la botella y miró el fondo para cerciorarse de tener suficiente hasta concluir su historia, hecho lo cual continuó:
-Don Eloy es el mayor productor de grano de la cuenca de la Laguna Merim, un hombre inteligente, por eso tiene lo que tiene. Fue él que sugirió que si los terrenos fiscales se anegaban y el pueblo desaparecía, el gobierno se quedaba sin excusas para no permitir el arriendo de los campos.
-¿Qué tiene que ver el “Perdido” con el arrendamiento?-, fue la pregunta de don Ábalos.
-Sencillo, el único motivo que existe esa ruta, que cruza por medio de los terrenos, es el pueblo, su por causa de las lluvias u otras, el agua lo cubre o cubre a ambos, el costo de construir un camino más elevado les haría pensar en la alternativa de mover la gente, y dejar la zona anegable, lo que aprovecharía don Eloy para hacer su oferta de arriendo de los campos.
-Pero ¿qué puede provocar el desastre?, ha habido lluvias importantes este y otros años, la represa aguantó, y el agua nunca llegó a las casas.
Ese “las casas” encendió una chispa de recelo en los ojos del interlocutor de Don Ábalos, el alcohol ingerido no lo dejaba entrever claramente, pero le resultó demasiado familiar la forma de expresarse del hombre, entonces decidió cortar por lo sano y con un: -accidentes hay todos los días, dio por concluido el relato.
Y con la astucia propia del que vive en guardia, le pasó una mano por el hombro, y guiñándole un ojo señaló a una de las meretrices hablándole bajito, con complicidad.
-Ahora me voy a la cama, tome tranquilo, está todo pago.
Cuando el capataz se alejaba, su amiga preferida vino a sentarse en su falda, y le empezó a hablar sucio al oído, el jubilado se olvidó del capataz, del “Perdido” y de la historia.
Pero ahora lo veía todo claro, aunque no se explicaba a ciencia cierta cómo había ocurrido la creciente de la tarde anterior, estaba seguro que intereses espurios provocaron el desastre que los había traído hasta el lugar donde ahora debatían su destino.
Pero, ¿cómo probarlo? Era gente muy poderosa y él ni el nombre de aquel capataz recordaba. Además la crecida del río se había detenido, si no fuera así ya debería haber tapado el camino hasta los eucaliptus.
Llamó aparte al comisario y le dijo: -yo sé quiénes son los responsables, tengo una valiosa pista, pero no puedo decir públicamente como la obtuve, así que le cuento y usted sabrá qué hacer.
En pocos minutos puso al tanto al defensor de la ley del plan que urdían para hacer desaparecer el pueblo.
El policía fue a su camioneta y comenzó a hacer llamadas por radio. Ábalos continuaba con su proselitismo político, sumando votantes a su Lista, la única hasta ahora.
Volvió el comisario y se situó en el centro de los damnificados, pidiendo atención les informó de las últimas noticias:
-Hemos descubierto un plan para acabar con la villa, pero el largo brazo de la ley – levantó el suyo propio, y repitió: -el largo brazo de la ley ha alcanzado a los criminales antes que terminaran su tarea. Alguien nos advirtió que estaban por volar el dique, y hace unos minutos, las fuerzas del orden bajo mi mando, se hicieron presentes con la celeridad que nos caracteriza, y procedimos a capturar a los malhechores que habían podido hacer explotar una de las cargas ayer después de mediodía, pero que estaban armando otras dos para destrozar la represa y así completar su sabotaje. Son dos conocidos brasileros, con antecedentes en ambos lados de la frontera.
Hizo una pausa, para continuar con el resto de las noticias:
-La investigación se está llevando a cabo, y caiga quien caiga esto se va a aclarar. El señor Juez Penal me ha investido de poderes extraordinarios para agilitar la resolución del vil atropello.
Al escuchar al uniformado profiriendo amenazas, aunque sin saber lo que decía, el “Rico” Pérez hizo mutis por entre las ramas del bosque nativo. Un cartel quedó tirado cerca del manantial, estaba escrito con tiza sobre un pedazo de cartón, rezaba: “No se aseptan reclamos de mercadoria” 
El policía anunció:
-Los vamos a llevar de regreso a sus hogares.
Gritos de alegría brotaron de las gargantas.
El dueño de la vaca y el del cerdo descargaban su mal humor en los respectivos animales, ante la inminencia del regreso a pie.
El de las ponedoras pedía ayuda para subir las jaulas al techo del ómnibus.
Los jóvenes amantes subieron al transporte, ante la réproba mirada de sus congéneres, ella soñaba con su vestido de novia, él con alistarse en el ejército.
Allá en la villa, el rio Olimar había retrocedido a sus registros de verano, sin ni siquiera rebasar sus arenosas orillas.
Junto al monte, el cuerpo de Doña Cora quedó sin enterrar. 
FIN
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Autor Roosevelt Altez                          email: buencuentista@gmail.com

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