Había algo en él que obligaba volver a mirarlo, como una
velada incongruencia, que causaba inquietud provocando la necesidad
irresistible de confirmar la veracidad de lo percibido. Podía ser su cabeza muy
chica o tal vez el saco muy grande. A medida que se acercaba su figura carecía
más de armonía. No era bajo, un metro ochenta más o menos, cargado de hombros,
entre cuarenta y ocho y cincuenta y dos
años. Enjuto, cabello abundante, ni corto ni largo, con dos mechones siempre
apuntando a su nariz desde las sienes, como un paréntesis que encerraba el escondido
manifiesto del porqué de su falta de gracia. La expresión de su rostro oscilaba
entre sonrisa, ironía y sarcasmo, según como la luz jugara con sus facciones.
El saco de pana marrón se había vuelto a poner de moda
sobre su cuerpo llevando perpetuamente los dos botones prendidos; la camisa no
se prestaba para el uso de corbata, aunque era evidente que no le importaba, ya
que usaba una de esas moñas que todavía unos pocos llevaban como enunciado de
su erudición. Antes de llegar se le escuchaba, porque colgaba de su cinto, invisible,
un enorme llavero con cortaplumas, que tintineaba como cencerro. En él todo era
contradictorio. Fumaba para no sentir la soledad, pero nunca aceptó la amistad
de nadie. Conocía a la perfección las fórmulas de trabajo, potencia y energía,
pero nunca se tomó el trabajo de recorrer la distancia que lo separaban de
quienes lo querían argumentando que eran insalvables los abismos al amor. Era
experto en el estudio de los momentos cuánticos y la constante de Planck pero
no resistía el análisis de los impulsos que llevan al abrazo, ni mucho menos la
química del beso.
La naturaleza le había dotado de grandes manos,
adecuadas justo para calzarse los enormes zapatos, que parecían no deteriorarse
con el tiempo. Decían algunos que los compró deslustrados porque no soportaba
tener algo nuevo en su persona. Sería por eso que nunca tuvo novia, que se casó
con Angustias un rato después de ser presentados para eludir las conjeturas maliciosas
sobre su misógino comportamiento. Todos le conocieron acercándose, nadie lo vio
alejarse porque se aburrían rápidamente en su presencia y se retiraban con
diplomacia y sin pena. Así lo hizo la propia Angustias, sin molestarse a
elaborar una excusa plausible, ni expresar su disgusto por algo concreto en el fugaz
cónyuge. Su desencanto pudiera atribuirse a que ninguna mujer le hubiera
preguntado sobre su noche de bodas, como si la sexualidad no encajara en el efímero
idilio.
Eran de esas personas que pueden trascender
generaciones sin que ocurran cambios en sus hábitos, pasando así a formar parte
del paisaje ciudadano, al igual que una columna del alumbrado o un árbol
centenario.
Pero un día aconteció algo inusual, se le vio apoyado
en la pared justo enfrente al juzgado civil, mirando su reloj y la puerta cada
minuto, hasta que una mujer, vestida de desencantos, salió del mismo a la hora
de cerrar. Entonces se acercó, intercambiaron unas palabras y caminaron juntos
a la cafetería que lo viera entrar solo cuatro lustros y medio.
A su mesa habitual tuvieron que acercar una silla para
su acompañante. Los meseros jamás ponían dos para no malgastar asientos
necesarios en otras tertulias bulliciosas. Pero ese crepúsculo tenía compañera
y el tópico parecía ser ameno, puesto que ambos sonreían sobriamente,
levantaban sus cejas, y movían las manos expresivamente. Mientras ella se
secaba la comisura de los labios regularmente con servilletas de papel, él
trataba inútilmente de mantener hacia atrás los mechones de cabello de los
lados peinándolos con los dedos.
Nadie se hubiera imaginado de lo que hablaban, como no
podemos imaginárnoslo nosotros. Lo único que pudimos escuchar fue cuando ella
le preguntó: -¿cómo te llamas?, a lo que él contestó sonrojado: -Atenodoro,
pero me dicen Atenos.
Y como no es de buenos comedidos al comenzar toda
historia ir derecho al punto, retrocedamos unos años en la vida de la invitada
al café, tratando de conocer que virtud la adornaba para romper las enmohecidas
barreras de nuestro ermitaño personaje.
Decían las malas lenguas, si es necesario redundar con
lo de malas, que había tenido muchas noches placenteras pero ninguna noche buena.
Si es que los nombres afectan de alguna forma a las personas, el suyo no hizo honor
a sus orígenes gallegos; se llamaba Rainha, pero no fue princesa, ni segunda
princesa, y mucho menos reina. Claro, al menos en el hemisferio occidental, para
ser coronada hay que presentarse a un concurso de bellezas, y nunca se atrevió,
para no malgastar tiempo ni ilusiones. Si en su juventud la adornaron gracias,
ahora la habían abandonado. Pero para no ser tan duros con su persona, debemos
aclarar que aunque en la suma de sus partes no era favorecida, tenía de esos
encantos que hay que buscar, pero que cuando se encuentran recompensan al
persistente.
Su atractivo no fluía en el saludo, ni en la
espontánea amabilidad que ostentan los extrovertidos. Era menester escucharla
con detenimiento, rara virtud. Si bien el timbre de su voz no sobresalía del
común denominador, se diría que estudió para consejera familiar, pues animaba a
las personas a abrir su interior, sin ella manifestarlo expresamente.
Su existencia pasada no era la mejor credencial, pero
sabía ocultar las fisuras curriculares esquivando afablemente las indiscretas
indagaciones sobre sus mejores años.
Pero seamos fastidiosos.
Carente de natural gracia como decíamos, tuvo que
suplir su falta de garbo con entrega; así perdió su virginidad, su alegría y su
confianza en los hombres. Vieja historia nueva, las consecuencias de ocho minutos
de placer tenía ya veintisiete primaveras y jamás la llamaba para su
cumpleaños.
Integrante de la generación que abogó por la paz de
Vietnam sin siquiera saber su ubicación en el globo, derrumbó el muro de su
conciencia mucho antes de que fuera derrumbado el de Berlín y se dedicó a la
vida disipada, donde no faltó la droga, el alcohol, el cigarrillo y la ausencia
de responsabilidades. Hasta que llegó su hijo. Entonces supo de sacrificios, de
noches en vela, y de dar en vez de disfrutar. Se casó con un diplomático
gringo, vivió en Indonesia, lo abandonó y huyó a las Filipinas para terminar
unos años más tarde en un suburbio de Nueva York, empleada en un colegio de
enseñanza media por su conocimiento de idiomas.
El retoño creció, se soportaron mutuamente hasta que
el muchacho tuvo edad para huir. Una mañana despertó sin auto, sin radio, sin
dinero y sin nadie con quien discutir. Y decidió mudarse más al sur, donde no
hubiera tanta gente, como si la aglomeración fuera directamente proporcional a
los riesgos de ser engañada.
Para perder por completo la fe en nuestros semejantes
hay que ser golpeado repetidamente, pero como hasta cuando sube la vara que
castiga descansa la espalda, siempre queda un rescoldo de esperanza. Nuestro
instinto gregario nos acerca, nuestra candidez demora el proceso de
encallecimiento, y aunque, como el cuarzo, eventualmente se engrose la cubierta
pétrea, siempre es posible encontrar el brillo si se logra penetrar la
apariencia.
Rainha deslumbraba todavía, lo asumió al atender al
desgarbado ermitaño cuando días atrás vino a buscar un certificado de divorcio
y le sonrió a través de la ventanilla. Entonces presintió que podrían licuar
las soledades; la pregunta era si nuestro brillante amigo tendría la habilidad
de penetrar la coraza o de abrir las puertas de su propia fortaleza. Carecía de
experiencia, y en la academia de su vida siempre reprobó “relaciones” pero le agradaban
los desafíos, y allí fue donde su enorme pie asentó su planta, en medio de la
lazada oculta.
Todo comenzó cuando Rainha le contó su sueño
recurrente, y dejó escapar la inocente pregunta: ¿Sabes interpretar los sueños?
Pero volviendo a la cafetería, el mozo se acercó con
la tercera taza de café para ambos, y le escuchó decir a él: -Entonces esta
noche nos acostamos juntos.
Por el tono, la edad y la presencia de ambos, la fría afirmación
se acercaba más a una inseminación in vitro que a una noche de sexo. Ese tipo
de clientes iban al grano sin introitos, pensó el mesero del bar, que
ingresando detrás del mostrador le comentó lo escuchado a su socio. Ambos
sonrieron con cuidado de no ser descubiertos. El que atendía el mostrador, se
mofó con ironía: -todos los días se aprende algo nuevo-.
Pero no es aconsejable juzgar sin conocer toda la
historia. Y ésta comenzó con la pregunta
de Rainha ¿Sabes interpretar los sueños?
Atenos hubiera contestado que no, pero le atraía algo
de esa mujer con nombre de princesa y mezcla de la heroína Noibe y el Oráculo, de
Matrix. De sus labios brotaron las palabras sin análisis previo.
-Lo he hecho con acierto algunas veces.
-Tengo un sueño recurrente-, dijo ella.
Y sin esperar aprobación, continuó: -Sueño casi todas
las noches con elefantes, rojos, blancos, verdes, rosados, azules. Y eso no sería
extraño, pero estos elefantes caen del cielo y se hacen papilla alrededor de mi
persona.
-Lluvia de elefantes-, masculló Atenos, y farulló mmm,
adoptando la postura del “Pensador” de Rodín, pero vestido.
-Cuando el sueño empieza caen lejos, pero luego lo
hacen cada vez más cerca, y el final es lo peor, todo termina cuando el último
me aplasta; es decir, siento la fuerza con que me arrolla y me despierto. Es
horrible-, dijo con cara de sufrimiento.
-Tendría que estar cerca de ti cuando sueñas, eso me permitiría
estudiar tus expresiones antes de despertarte y poder ver por ellas si sufres o
si de alguna forma es placentero al principio y luego se torna una pesadilla-
dijo él, desprendiéndose el saco por primera vez en veinte años. Y para no ser
malinterpretado, aclaró: -seguro que dormirías vestida y yo permanecería a tu
lado hasta que despiertes. Luego comentaríamos tu sueño y lo que pude apreciar
en tus facciones y en tu cuerpo, es decir, si te contraes o mueves las manos
para evitar que los elefantes te caigan encima.
Sin mostrar falso pudor, la mujer asintió. Fue
entonces cuando surgió la acordada afirmación de Atenos que escuchó el mesero.
Se levantaron de la mesa, y salieron. La noche estaba
agradable. Entonces ella sugirió, no exenta de picardía:
-¿No serán mejores las camas de agua para soñar?
Porque cerca de acá hay un motel que tiene algunas habitaciones con ellas;
según me contó mi amiga Marta.
-¿Tienes sueño?
-Sí contestó ella, trabajé duro hoy.
-Pues entonces podemos probar.
Se encaminaron al motel. Cuando llegaron, ella tuvo
que pedir el cuarto, porque el pobre hombre no sabía qué decir ni por dónde
empezar. Se escondió tras la mujer, tratando de no ser
visto. Ella pidió un cuarto con cama de agua, y con video, por si no conciliaba
el sueño.
Se dirigieron a la habitación. Él sostenía la llave en
la mano, ciento veintiuno. Subieron al primer piso, las puertas estaban
alineadas de un solo lado, del otro una baranda daba a un patio interior que
supo tener un hermoso parque pero donde ahora apenas sobresalían unos penachos
de palmera, y un par de desalineados y sucios bancos de cemento. Colillas de
cigarrillos formaban un anillo alrededor del huérfano jardín. El analista
freudiano contó las puertas, ciento uno, ciento dos, ciento veinte…-Acá es-,
expresó con infantil alegría.
Entraron y ella trancó la puerta. Fueron hacia la
cama. Como todos los que por primera vez son invitados a dormir sobre el agua,
apoyaron la punta de sus dedos en el colchón y presionaron, sintieron como
cedía y provocaba que la colcha se moviera en todo el largo y ancho del lecho.
Ella dijo: -quítate el saco.
Como titubeaba, tomó la prenda por los hombros, desde
la espalda, le pidió que desprendiera los botones, y suavemente hizo que se deslizara
por los brazos hasta sacárselo.
Ella se quitó las botas, y se acostó boca arriba. Pudo
ver su imagen en el enorme espejo del techo, que abarcaba toda el perímetro de
la cama; la colcha color morado completaba la composición pictórica,
contrastando con la blanca piel del rostro y los brazos de la mujer. Se vio a
sí misma desprendiéndose los dos primeros botones de la blusa rosada, y se
escuchó argumentando sobre el calor del lugar.
Lo invitó a acostarse a su lado, golpeando con la
palma de su mano sobre la cama. Como no se quitara los zapatos, le indicó
amablemente que lo hiciera, para estar más cómodo.
Cerró los ojos y tomó la mano del analista, que
sudaba.
Relajó su cuerpo y al hacerlo acercó su pierna a la
del hombre, quien a causa del roce tragó saliva y suspiró imperceptiblemente.
Él no soportó el reflejarse en el espejo, y también
cerró los ojos.
Ella sugirió el dejarse ir y tratar de enfrentar ambos
la tormenta de los colosales, cromáticos mamíferos.
-Siento que empiezan a llegar. Comenzaron a caer en el
horizonte.
-¿Se…segura?
-Sí-, afirmó con voz lejana –rojos y azules, amarrillos,
morados, sus colores se mezclan al desparramarse por el suelo.
Por miedo a que arreciara la lluvia de paquidermos, Rainha
se apretó contra el cuerpo del profesional de los sueños.
-Están cayendo cada vez más cerca, tengo miedo.
Cruzó el brazo libre sobre
su cuerpo y tomó el cinto de Atenos, apoyándose levemente sobre el otro hombro.
Él instintivamente puso su mano sobre la muñeca de ella, notando su calor y sus
pulsaciones. Pensó que debía estar lloviendo elefantes torrencialmente, y que a
eso se debía el arrebato. Se compadeció en su interior de la mujer, pensó -debe
ser horrible sentir y ver acercarse esas enormes moles y no poder hacer nada
para evitarlo-.
-Ahora caen muy cerca, dos de ellos rompieron el techo
de mi habitación. Uno color anaranjado acaba de destrozarse junto a mí, estoy toda
salpicada. ¡Son enormes!
El analista también los veía llegar, no quería abrir
los ojos.
En cada palabra la mujer se arrimaba más. Ya eran uno,
íntimamente, compartiendo la pesadilla y esquivando las trompudas bestias.
Algunos caían de cabeza, abriendo sus enormes orejas y apuntando con los
colmillos hacia abajo. En cualquier momento podían ser traspasados.
Ella gritó: -¡Me cae encima!
Cuando se percató de que era
inevitable la colisión, hizo fuerza con el brazo aferrado al cinto, pivoteó longitudinalmente
y se subió encima de Atenos, abriendo los ojos y aproximando su boca a la de
él.
El hombre se asustó hasta casi desmayarse, contrajo
los músculos de su cuerpo y abrazó a la paciente con angustia. El elefante los
iba a hacer puré en milésimas de segundo.
Ambos gritaban ¡ahhhhhhhhh! cuando la cama se
desvaneció debajo de ellos.
Sintieron que sus cuerpos se sumergían en un calor
líquido, agradable.
Por un segundo que pareció durar una preciosa
eternidad, se hallaron transportados a la ingravidez celestial.
Fue entonces que Atenos sintió algo duro presionando
su riñón.
Abrió los ojos y se palpó el costado, temiendo haber
sido traspasado por un colmillo.
El cortaplumas de su llavero había agujereado el
colchón, que literalmente explotó.
FIN
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Autor: Roosevelt J. Altez email: buencuentista@gmail.com
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