martes, 18 de diciembre de 2012

Lluvia de elefantes


Había algo en él que obligaba volver a mirarlo, como una velada incongruencia, que causaba inquietud provocando la necesidad irresistible de confirmar la veracidad de lo percibido. Podía ser su cabeza muy chica o tal vez el saco muy grande. A medida que se acercaba su figura carecía más de armonía. No era bajo, un metro ochenta más o menos, cargado de hombros, entre cuarenta y ocho y cincuenta y  dos años. Enjuto, cabello abundante, ni corto ni largo, con dos mechones siempre apuntando a su nariz desde las sienes, como un paréntesis que encerraba el escondido manifiesto del porqué de su falta de gracia. La expresión de su rostro oscilaba entre sonrisa, ironía y sarcasmo, según como la luz jugara con sus facciones.
El saco de pana marrón se había vuelto a poner de moda sobre su cuerpo llevando perpetuamente los dos botones prendidos; la camisa no se prestaba para el uso de corbata, aunque era evidente que no le importaba, ya que usaba una de esas moñas que todavía unos pocos llevaban como enunciado de su erudición. Antes de llegar se le escuchaba, porque colgaba de su cinto, invisible, un enorme llavero con cortaplumas, que tintineaba como cencerro. En él todo era contradictorio. Fumaba para no sentir la soledad, pero nunca aceptó la amistad de nadie. Conocía a la perfección las fórmulas de trabajo, potencia y energía, pero nunca se tomó el trabajo de recorrer la distancia que lo separaban de quienes lo querían argumentando que eran insalvables los abismos al amor. Era experto en el estudio de los momentos cuánticos y la constante de Planck pero no resistía el análisis de los impulsos que llevan al abrazo, ni mucho menos la química del beso.
La naturaleza le había dotado de grandes manos, adecuadas justo para calzarse los enormes zapatos, que parecían no deteriorarse con el tiempo. Decían algunos que los compró deslustrados porque no soportaba tener algo nuevo en su persona. Sería por eso que nunca tuvo novia, que se casó con Angustias un rato después de ser presentados para eludir las conjeturas maliciosas sobre su misógino comportamiento. Todos le conocieron acercándose, nadie lo vio alejarse porque se aburrían rápidamente en su presencia y se retiraban con diplomacia y sin pena. Así lo hizo la propia Angustias, sin molestarse a elaborar una excusa plausible, ni expresar su disgusto por algo concreto en el fugaz cónyuge. Su desencanto pudiera atribuirse a que ninguna mujer le hubiera preguntado sobre su noche de bodas, como si la sexualidad no encajara en el efímero idilio.
Eran de esas personas que pueden trascender generaciones sin que ocurran cambios en sus hábitos, pasando así a formar parte del paisaje ciudadano, al igual que una columna del alumbrado o un árbol centenario.
Pero un día aconteció algo inusual, se le vio apoyado en la pared justo enfrente al juzgado civil, mirando su reloj y la puerta cada minuto, hasta que una mujer, vestida de desencantos, salió del mismo a la hora de cerrar. Entonces se acercó, intercambiaron unas palabras y caminaron juntos a la cafetería que lo viera entrar solo cuatro lustros y medio.
A su mesa habitual tuvieron que acercar una silla para su acompañante. Los meseros jamás ponían dos para no malgastar asientos necesarios en otras tertulias bulliciosas. Pero ese crepúsculo tenía compañera y el tópico parecía ser ameno, puesto que ambos sonreían sobriamente, levantaban sus cejas, y movían las manos expresivamente. Mientras ella se secaba la comisura de los labios regularmente con servilletas de papel, él trataba inútilmente de mantener hacia atrás los mechones de cabello de los lados peinándolos con los dedos.
Nadie se hubiera imaginado de lo que hablaban, como no podemos imaginárnoslo nosotros. Lo único que pudimos escuchar fue cuando ella le preguntó: -¿cómo te llamas?, a lo que él contestó sonrojado: -Atenodoro, pero me dicen Atenos.
Y como no es de buenos comedidos al comenzar toda historia ir derecho al punto, retrocedamos unos años en la vida de la invitada al café, tratando de conocer que virtud la adornaba para romper las enmohecidas barreras de nuestro ermitaño personaje.
Decían las malas lenguas, si es necesario redundar con lo de malas, que había tenido muchas noches placenteras pero ninguna noche buena. Si es que los nombres afectan de alguna forma a las personas, el suyo no hizo honor a sus orígenes gallegos; se llamaba Rainha, pero no fue princesa, ni segunda princesa, y mucho menos reina. Claro, al menos en el hemisferio occidental, para ser coronada hay que presentarse a un concurso de bellezas, y nunca se atrevió, para no malgastar tiempo ni ilusiones. Si en su juventud la adornaron gracias, ahora la habían abandonado. Pero para no ser tan duros con su persona, debemos aclarar que aunque en la suma de sus partes no era favorecida, tenía de esos encantos que hay que buscar, pero que cuando se encuentran recompensan al persistente.
Su atractivo no fluía en el saludo, ni en la espontánea amabilidad que ostentan los extrovertidos. Era menester escucharla con detenimiento, rara virtud. Si bien el timbre de su voz no sobresalía del común denominador, se diría que estudió para consejera familiar, pues animaba a las personas a abrir su interior, sin ella manifestarlo expresamente.
Su existencia pasada no era la mejor credencial, pero sabía ocultar las fisuras curriculares esquivando afablemente las indiscretas indagaciones sobre sus mejores años.
Pero seamos fastidiosos.
Carente de natural gracia como decíamos, tuvo que suplir su falta de garbo con entrega; así perdió su virginidad, su alegría y su confianza en los hombres. Vieja historia nueva, las consecuencias de ocho minutos de placer tenía ya veintisiete primaveras y jamás la llamaba para su cumpleaños.
Integrante de la generación que abogó por la paz de Vietnam sin siquiera saber su ubicación en el globo, derrumbó el muro de su conciencia mucho antes de que fuera derrumbado el de Berlín y se dedicó a la vida disipada, donde no faltó la droga, el alcohol, el cigarrillo y la ausencia de responsabilidades. Hasta que llegó su hijo. Entonces supo de sacrificios, de noches en vela, y de dar en vez de disfrutar. Se casó con un diplomático gringo, vivió en Indonesia, lo abandonó y huyó a las Filipinas para terminar unos años más tarde en un suburbio de Nueva York, empleada en un colegio de enseñanza media por su conocimiento de idiomas.
El retoño creció, se soportaron mutuamente hasta que el muchacho tuvo edad para huir. Una mañana despertó sin auto, sin radio, sin dinero y sin nadie con quien discutir. Y decidió mudarse más al sur, donde no hubiera tanta gente, como si la aglomeración fuera directamente proporcional a los riesgos de ser engañada.
Para perder por completo la fe en nuestros semejantes hay que ser golpeado repetidamente, pero como hasta cuando sube la vara que castiga descansa la espalda, siempre queda un rescoldo de esperanza. Nuestro instinto gregario nos acerca, nuestra candidez demora el proceso de encallecimiento, y aunque, como el cuarzo, eventualmente se engrose la cubierta pétrea, siempre es posible encontrar el brillo si se logra penetrar la apariencia.
Rainha deslumbraba todavía, lo asumió al atender al desgarbado ermitaño cuando días atrás vino a buscar un certificado de divorcio y le sonrió a través de la ventanilla. Entonces presintió que podrían licuar las soledades; la pregunta era si nuestro brillante amigo tendría la habilidad de penetrar la coraza o de abrir las puertas de su propia fortaleza. Carecía de experiencia, y en la academia de su vida siempre reprobó “relaciones” pero le agradaban los desafíos, y allí fue donde su enorme pie asentó su planta, en medio de la lazada oculta.
Todo comenzó cuando Rainha le contó su sueño recurrente, y dejó escapar la inocente pregunta: ¿Sabes interpretar los sueños?
Pero volviendo a la cafetería, el mozo se acercó con la tercera taza de café para ambos, y le escuchó decir a él: -Entonces esta noche nos acostamos juntos.
Por el tono, la edad y la presencia de ambos, la fría afirmación se acercaba más a una inseminación in vitro que a una noche de sexo. Ese tipo de clientes iban al grano sin introitos, pensó el mesero del bar, que ingresando detrás del mostrador le comentó lo escuchado a su socio. Ambos sonrieron con cuidado de no ser descubiertos. El que atendía el mostrador, se mofó con ironía: -todos los días se aprende algo nuevo-.
Pero no es aconsejable juzgar sin conocer toda la historia.  Y ésta comenzó con la pregunta de Rainha ¿Sabes interpretar los sueños?
Atenos hubiera contestado que no, pero le atraía algo de esa mujer con nombre de princesa y mezcla de la heroína Noibe y el Oráculo, de Matrix. De sus labios brotaron las palabras sin análisis previo.
-Lo he hecho con acierto algunas veces.
-Tengo un sueño recurrente-, dijo ella.
Y sin esperar aprobación, continuó: -Sueño casi todas las noches con elefantes, rojos, blancos, verdes, rosados, azules. Y eso no sería extraño, pero estos elefantes caen del cielo y se hacen papilla alrededor de mi persona.
-Lluvia de elefantes-, masculló Atenos, y farulló mmm, adoptando la postura del “Pensador” de Rodín, pero vestido.
-Cuando el sueño empieza caen lejos, pero luego lo hacen cada vez más cerca, y el final es lo peor, todo termina cuando el último me aplasta; es decir, siento la fuerza con que me arrolla y me despierto. Es horrible-, dijo con cara de sufrimiento.
-Tendría que estar cerca de ti cuando sueñas, eso me permitiría estudiar tus expresiones antes de despertarte y poder ver por ellas si sufres o si de alguna forma es placentero al principio y luego se torna una pesadilla- dijo él, desprendiéndose el saco por primera vez en veinte años. Y para no ser malinterpretado, aclaró: -seguro que dormirías vestida y yo permanecería a tu lado hasta que despiertes. Luego comentaríamos tu sueño y lo que pude apreciar en tus facciones y en tu cuerpo, es decir, si te contraes o mueves las manos para evitar que los elefantes te caigan encima.
Sin mostrar falso pudor, la mujer asintió. Fue entonces cuando surgió la acordada afirmación de Atenos que escuchó el mesero.
Se levantaron de la mesa, y salieron. La noche estaba agradable. Entonces ella sugirió, no exenta de picardía:
-¿No serán mejores las camas de agua para soñar? Porque cerca de acá hay un motel que tiene algunas habitaciones con ellas; según me contó mi amiga Marta.
-¿Tienes sueño?
-Sí contestó ella, trabajé duro hoy.
-Pues entonces podemos probar.
Se encaminaron al motel. Cuando llegaron, ella tuvo que pedir el cuarto, porque el pobre hombre no sabía qué decir ni por dónde empezar. Se escondió tras la mujer, tratando de no ser visto. Ella pidió un cuarto con cama de agua, y con video, por si no conciliaba el sueño.
Se dirigieron a la habitación. Él sostenía la llave en la mano, ciento veintiuno. Subieron al primer piso, las puertas estaban alineadas de un solo lado, del otro una baranda daba a un patio interior que supo tener un hermoso parque pero donde ahora apenas sobresalían unos penachos de palmera, y un par de desalineados y sucios bancos de cemento. Colillas de cigarrillos formaban un anillo alrededor del huérfano jardín. El analista freudiano contó las puertas, ciento uno, ciento dos, ciento veinte…-Acá es-, expresó con infantil alegría.
Entraron y ella trancó la puerta. Fueron hacia la cama. Como todos los que por primera vez son invitados a dormir sobre el agua, apoyaron la punta de sus dedos en el colchón y presionaron, sintieron como cedía y provocaba que la colcha se moviera en todo el largo y ancho del lecho.
Ella dijo: -quítate el saco.
Como titubeaba, tomó la prenda por los hombros, desde la espalda, le pidió que desprendiera los botones, y suavemente hizo que se deslizara por los brazos hasta sacárselo.
Ella se quitó las botas, y se acostó boca arriba. Pudo ver su imagen en el enorme espejo del techo, que abarcaba toda el perímetro de la cama; la colcha color morado completaba la composición pictórica, contrastando con la blanca piel del rostro y los brazos de la mujer. Se vio a sí misma desprendiéndose los dos primeros botones de la blusa rosada, y se escuchó argumentando sobre el calor del lugar.
Lo invitó a acostarse a su lado, golpeando con la palma de su mano sobre la cama. Como no se quitara los zapatos, le indicó amablemente que lo hiciera, para estar más cómodo.
Cerró los ojos y tomó la mano del analista, que sudaba.
Relajó su cuerpo y al hacerlo acercó su pierna a la del hombre, quien a causa del roce tragó saliva y suspiró imperceptiblemente.
Él no soportó el reflejarse en el espejo, y también cerró los ojos.
Ella sugirió el dejarse ir y tratar de enfrentar ambos la tormenta de los colosales, cromáticos mamíferos.
-Siento que empiezan a llegar. Comenzaron a caer en el horizonte.
-¿Se…segura?
-Sí-, afirmó con voz lejana –rojos y azules, amarrillos, morados, sus colores se mezclan al desparramarse por el suelo.
Por miedo a que arreciara la lluvia de paquidermos, Rainha se apretó contra el cuerpo del profesional de los sueños.
-Están cayendo cada vez más cerca, tengo miedo.
Cruzó el brazo libre sobre su cuerpo y tomó el cinto de Atenos, apoyándose levemente sobre el otro hombro. Él instintivamente puso su mano sobre la muñeca de ella, notando su calor y sus pulsaciones. Pensó que debía estar lloviendo elefantes torrencialmente, y que a eso se debía el arrebato. Se compadeció en su interior de la mujer, pensó -debe ser horrible sentir y ver acercarse esas enormes moles y no poder hacer nada para evitarlo-.
-Ahora caen muy cerca, dos de ellos rompieron el techo de mi habitación. Uno color anaranjado acaba de destrozarse junto a mí, estoy toda salpicada. ¡Son enormes!
El analista también los veía llegar, no quería abrir los ojos.
En cada palabra la mujer se arrimaba más. Ya eran uno, íntimamente, compartiendo la pesadilla y esquivando las trompudas bestias. Algunos caían de cabeza, abriendo sus enormes orejas y apuntando con los colmillos hacia abajo. En cualquier momento podían ser traspasados.
Ella gritó: -¡Me cae encima!
Cuando se percató de que era inevitable la colisión, hizo fuerza con el brazo aferrado al cinto, pivoteó longitudinalmente y se subió encima de Atenos, abriendo los ojos y aproximando su boca a la de él.
El hombre se asustó hasta casi desmayarse, contrajo los músculos de su cuerpo y abrazó a la paciente con angustia. El elefante los iba a hacer puré en milésimas de segundo.
Ambos gritaban ¡ahhhhhhhhh! cuando la cama se desvaneció debajo de ellos.
Sintieron que sus cuerpos se sumergían en un calor líquido, agradable.
Por un segundo que pareció durar una preciosa eternidad, se hallaron transportados a la ingravidez celestial.
Fue entonces que Atenos sintió algo duro presionando su riñón.
Abrió los ojos y se palpó el costado, temiendo haber sido traspasado por un colmillo.
El cortaplumas de su llavero había agujereado el colchón, que literalmente explotó. 



FIN
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Autor: Roosevelt J. Altez                                      email: buencuentista@gmail.com

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