martes, 18 de diciembre de 2012

El más grande bromista de todos los tiempos


-¿Remigio muerto?, dejate de bobadas.
-¡Te digo que sí!
-Luis, ¿te olvidás que conozco todas las bromas de ustedes?, además estoy ocupado; así que no molestes-, dijo Pepe, el tercero de los inseparables amigos, y cortó.
Era la segunda llamada, la primera fue a la policía.
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Remigio muerto. ¿Quién lo creería?. Lo habían dado por finado ya en dos oportunidades. Pero ahora yacía allí, tirado en el piso de su habitación. Pálido, frío, quieto.
La brisa que entraba por la ventana -abierta dramáticamente de par en par-, movía el rizo rubio sobre su frente, encima de los ojos.
Golpearon la puerta.
-¡Remigio, Remigio!. ¡Abre de una vez!.
Un caprichoso rayo de luz, reflejado en el vidrio de uno de los cuadros que colgaba de la pared, iluminó la pálida tez del occiso. La peculiar sonrisa en su rostro pareció ancentuarse, realzando el gesto irónico que lo destacaba entre los jóvenes amigos.
La sombra de la comisura se prolongó en las mejillas de marfil.
-¡Remigio, déjate de bromas!. ¡Tenemos poco tiempo!
Era Luis, su mejor amigo e incansable compañero de juergas.
-¿Estará borracho?, ¡Remigio, abre o tiro la puerta abajo!
Apoyó su hombro derecho en el marco interior y giró el picaporte. La puerta se abrió. Vió el cuerpo de su amigo tendido sobre la alfombra. Se abalanzó sobre él.
-¡Loco!, ¿estás borracho?. Dale que se hace tarde. No es hora para tonterías-. Lo sacudió.
No reacccionaba. Tocó su frente, estaba frío. Helado.
-Remigio….¿qué hiciste, que te pasa?.
Hizo presión con la punta de los dedos en un costado del cuello. No había pulso. Se sentó en el sillón más próximo, desconsolado. Se secó la frente con la manga.
Tomó el teléfono. Comenzó a hacer llamadas.
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La del decapitado estuvo rebuena.
¿Cuándo fué, el verano anterior?. En la playa, cierto. Estábamos de vacaciones en Punta Colorada. Planifiqué todo solo, en secreto. Conseguí un maniquí. El muñeco era más o menos de mi tamaño. ¡Qué bien me quedó!. Le quité la cabeza. Hice un excelente trabajo con el cuello. Preparé dos tubos de cartón, los humedecí, los moldeé y los coloqué saliendo del “cuerpo”. Después un poco de estopa rellenando los huecos, pintura roja, algo de salsa de tomate. Un degollado perfecto.
Llevé el clan un par de veces al lugar elegido para ser asesinado. Era un resguardo de acacias ralas, detrás de un enorme médano, a menos de una cuadra del agua. La excusa era organizar un fogón a la luz de la luna. Después los cité para la noche siguiente, temprano.
Había luna llena
Un par de horas antes llevé mi “cuerpo” y herramientas a la playa, lo vestí con mi ropa, la que usara ese día. Regué salsa de tomate en la arena, procurando el efecto de salpicaduras radiales. Maquillé mi cara cuidadosamente, mi cuello quedó pintado de negro y morado, con manchas rojas. Hice una zanja cerca del cadáver y me enterré hasta el cuello. Dejé una mano libre para los últimos detalles y par espantarme los insectos.
Cuando escuché que venían escondí la mano, cerré los ojos y esperé.
Sentí el haz de luz de la linterna a través de los párpados. Los gritos de terror se escucharon en el centro del balneario, a seis quilómetros.
Huyeron a toda carrera. Yo muerto, pero de risa, casi me axfisio con la arena que tragué. Salí de la zanja, retiré todo y me escondí a esperar que volvieran con la policía.
Fue colosal.
Mostraban el lugar. No podían creer que hubiera desaparecido el degollado y la cabeza. Apenas se notaba la arena removida. Los guardiaciviles amenazaron con detenerlos y hacerles pasar una noche en el calabozo si volvían a hacerles otra jugarreta. Cuando se fueron, el clan, desconsolado, se sentó en la arena.
En ese momento hice mi aparición triunfal. Casi me matan, pero mi broma se comentó toda la temporada.
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Llegó la policía y el médico forense. La unidad coronaria móvil ya retiraba los equipos, impotentes.
Luis, con los codos apoyados en las rodillas, sosteniéndose la cabeza con las manos, no se atrevía a mirar el cuerpo de su amigo.
Lloraba.
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¿Y cuando me ahorqué?.
Habíamos ido a pasar unas vacaciones a la estancia del padre de Pepe, el otro del grupo. A los pocos días estábamos aburridos a más no poder. Yo debía hacer algo para romper la abulia, mis bromas normales no surtían efecto  y todavía faltaba una semana  para que pasara el ómnibus que nos regresaría a casa.
Se me ocurrió la genial idea de ahorcarme. Comencé a fingir tristeza, nostalgia. Me quedaba mirando el atardecer con los ojos empapados en lágrimas, (demás está decir que soy todo un actor). Pasé el día siguiente callado, apartado de los demás. Entretanto, preparaba una gruesa cuerda y un arnés, que me colocaría por dentro de la ropa. Busqué una lengua de oveja en el enorme refrigerador de la cocina; la escondí debajo de mi almohada. Guardé en una latita de conservas vacía un poco de ceniza y esperé el momento.
A la hora de la cena dejé escapar el comentario:
-Esto es deprimente, estoy tan desolado que me ahorcaría. Y me fui a dormir, todos habían escuchado.
Me levanté de madrugada y me dirigí a unos eucaliptus. Del tronco del más ancho se desprendía hacia el costado una rama gruesa, a la altura deseada. Me unté cara  y manos con ceniza. Me coloqué el arnés por debajo de los brazos; de allí me suspendería. Vestí la chaqueta; ajusté el lazo falso de ahorque alrededor de mi cuello y crucé la cuerda por encima del gajo. Me paré sobre un poste corpulento del alambrado, estiré la soga y la até con firmeza al tronco.
El primero en verme, según mis cálculos, sería el peón y daría aviso a mis amigos.
Como toque final, aunque un poco asqueroso, me puse la lengua de oveja en la boca, colgando.
Justo a tiempo. Escuché ruido en los galpones. Me dejé caer lento, para evitar las oscilación prolongada.
Y me ahorqué; es decir, la chanza funcionaba.
Dolía un poco debajo de los brazos y me babeaba, obligado a sostener con los dientes la lengua del caprino.
 Mi posición, pendiendo de la rama, era claramente visible del cuerpo principal de las edificaciones, por quedar al este de las mismas.
El sol hacía en ese preciso instante su entrada en escena.
Vi asomarse al paisano, mirar extrañado adonde yo estaba y acercarse despacio. Cerré los ojos. Escuché la expresión de espanto:
-¡Ave María!
Regresó a toda carrera, tomándose el sombrero con la mano, sin mirar atrás.
Vestidos a medias, en estampida, llegaron mis amigos.
Las mujeres lloraban. Los varones se persignaban, unos daban la espalda, otros hacían arcadas.
-No puede ser-, comentaban.
-¡Qué locura!.
-¡El, nada menos!.
-Es culpa nuestra.
-Estaba muy triste anoche y no le dimos importancia.
-Dios mío.
A nadie se le ocurría bajarme. ¡Idiotas!.
Hasta que el peón se dirigió a la cuerda; como no podía desatarla, desenvainó el facón y la cortó.
¡Que porrazo!. Con el golpe solté la lengua de oveja….. y la mía. Grité:
-¡Aaaaah!
Por segundos  todos quedaron estáticos. Cuando se percataron de la jugarreta se me tiraron encima para matarme. Por momentos pensé seriamente que  lo harían. 
Había logrado mi objetivo. El estado de ánimo mejoró notablemente. Todo fue alegría hasta que llegó el ómnibus. Aunque hube de cuidarme del peón hasta que partimos.
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El policía levantó un sobre de carta del piso de la sala. En cursiva se leía: “A mi amigo Luis”
-¿Usted es Luis?.
-S…..í, sí señor…., yo soy.
- Este sobre es para usted.
El joven tomó el sobre, lo abrió y sacó la hoja. Leyó rápido, por encima. Se le iluminaron los ojos.
-¿Dónde está el forense?, debo hablar con él. Urgente, por favor.
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No basta con ser alegre, divertido. Quiero protaonizar una broma inolvidable. Que ese día sea declarado el “Día Mundial del Bromista”. Que todos me recuerden. Que me levanten un monumento. Que eternicen enel bronce mi risa. Que se lea en el pedestal:
“Al gran Remigio, el mayor bromista de todos los tiempos”.
Debo morir, ser declarado muerto por un médico y resucitar.
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-¡Doctor, doctor!. Lea esto.
El médico, de túnica blanca y estetoscopio al cuello, estaba agachado al lado del muerto. Se paró.
-¿Que sucede?
-Es una carta de él- dijo Luis, señalando a su amigo.
-¿Qué dice?-.
Luis leyó:
               “Querido hermano de juergas:
                                                   Que se te pase el susto. Estoy frío, parezco muerto, pero no es así, créeme. Logré entrar en estado cataléptico. Por eso de la rgidez. Soy genisal, ¿no es cierto?. Tu debes cuidar que no se me entierre vivo. ¿Entiendes?. Es la mejor broma del siglo. En quince horas ”resucito”. Nos vamos a agarrar una borrachera de antología. No te preocupe por la rubia, ppospuse la cita antes de morirme.
Hasta luego.
                           “El Gran Remigio”
-¿Qué me dice Doctor?
El galeno sacudió la cabeza y llamó al policía aparte.
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Remigio llenó el vaso con agua mineral, salió de la cocina y se dirigió a la sala. El plan era perfecto. Abrió su mano derecha. En la palma descansaba un grueso comprimido de dos colores. Abrió la boca y lo puso encima de la lengua. Elevó el vaso y bebió de un sorbo el contenido.  Abrió la boca y lo puso encima de la lengua. Elevó el vaso y bebió de un sorbo el contenido. Ya estaba, ahora debía esperar el efecto. Imaginaba la sorpresa de Luis al encontrarlo; se pondría nervioso cuando no le abrieran la puerta. La rubia lo tenía descontrolado.
El burlón moribundo buscó un lugar donde tenderse, debía ser patético.
Qué susto se va a pegar Luis, la mejor broma de mi vida, va a ser el comentario por mucho tiempo…….(ya se le hacía dificil hilvanar los pensamientos)…, -¿está seguro profesor queme despierto antes de las…..quince horas?, claro mi amigo confia en mí, que profesor aquel….Loco Remigio, insuperable viejo insuperable, rayado total, Grande el Remi….. morir y resucitar….sos  el mejor….el  mejor.
Sonreía Remigio, sentado al borde del sillón. Los párpados pesaban. Ya no podía pensar,
Cayó.
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   Todos los amigos a su alrededor. Y el profesor. Lo había logrado. Era famoso.
Nadie olvidaría aquel día memorable jamás.
Luis se resistía a creerlo:
-No nos hagas esto por favor, Remigio.
Hasta que un hombre de guantes blancos lo obligó a retirarse amablemente.
Iban a tapar el féretro.
FIN
(Cuento premiado en un concurso literario)
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Autor Roosevelt J. Altez                                                   email: buencuentista@gmail.com

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