-¿Remigio muerto?,
dejate de bobadas.
-¡Te digo que sí!
-Luis, ¿te olvidás
que conozco todas las bromas de ustedes?, además estoy ocupado; así que no
molestes-, dijo Pepe, el tercero de los inseparables amigos, y cortó.
Era la segunda
llamada, la primera fue a la policía.
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Remigio
muerto. ¿Quién lo creería?. Lo habían dado por finado ya en dos oportunidades. Pero
ahora yacía allí, tirado en el piso de su habitación. Pálido, frío, quieto.
La
brisa que entraba por la ventana -abierta dramáticamente de par en par-, movía
el rizo rubio sobre su frente, encima de los ojos.
Golpearon
la puerta.
-¡Remigio,
Remigio!. ¡Abre de una vez!.
Un
caprichoso rayo de luz, reflejado en el vidrio de uno de los cuadros que
colgaba de la pared, iluminó la pálida tez del occiso. La peculiar sonrisa en
su rostro pareció ancentuarse, realzando el gesto irónico que lo destacaba
entre los jóvenes amigos.
La
sombra de la comisura se prolongó en las mejillas de marfil.
-¡Remigio,
déjate de bromas!. ¡Tenemos poco tiempo!
Era
Luis, su mejor amigo e incansable compañero de juergas.
-¿Estará
borracho?, ¡Remigio, abre o tiro la puerta abajo!
Apoyó
su hombro derecho en el marco interior y giró el picaporte. La puerta se abrió.
Vió el cuerpo de su amigo tendido sobre la alfombra. Se abalanzó sobre él.
-¡Loco!,
¿estás borracho?. Dale que se hace tarde. No es hora para tonterías-. Lo
sacudió.
No
reacccionaba. Tocó su frente, estaba frío. Helado.
-Remigio….¿qué
hiciste, que te pasa?.
Hizo
presión con la punta de los dedos en un costado del cuello. No había pulso. Se
sentó en el sillón más próximo, desconsolado. Se secó la frente con la manga.
Tomó el
teléfono. Comenzó a hacer llamadas.
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La del
decapitado estuvo rebuena.
¿Cuándo
fué, el verano anterior?. En la playa, cierto. Estábamos de vacaciones en Punta
Colorada. Planifiqué todo solo, en secreto. Conseguí un maniquí. El muñeco era
más o menos de mi tamaño. ¡Qué bien me quedó!. Le quité la cabeza. Hice un
excelente trabajo con el cuello. Preparé dos tubos de cartón, los humedecí, los
moldeé y los coloqué saliendo del “cuerpo”. Después un poco de estopa
rellenando los huecos, pintura roja, algo de salsa de tomate. Un degollado
perfecto.
Llevé
el clan un par de veces al lugar elegido para ser asesinado. Era un resguardo
de acacias ralas, detrás de un enorme médano, a menos de una cuadra del agua.
La excusa era organizar un fogón a la luz de la luna. Después los cité para la
noche siguiente, temprano.
Había
luna llena
Un par
de horas antes llevé mi “cuerpo” y herramientas a la playa, lo vestí con mi ropa,
la que usara ese día. Regué salsa de tomate en la arena, procurando el efecto
de salpicaduras radiales. Maquillé mi cara cuidadosamente, mi cuello quedó
pintado de negro y morado, con manchas rojas. Hice una zanja cerca del cadáver
y me enterré hasta el cuello. Dejé una mano libre para los últimos detalles y
par espantarme los insectos.
Cuando
escuché que venían escondí la mano, cerré los ojos y esperé.
Sentí
el haz de luz de la linterna a través de los párpados. Los gritos de terror se
escucharon en el centro del balneario, a seis quilómetros.
Huyeron
a toda carrera. Yo muerto, pero de risa, casi me axfisio con la arena que
tragué. Salí de la zanja, retiré todo y me escondí a esperar que volvieran con
la policía.
Fue
colosal.
Mostraban
el lugar. No podían creer que hubiera desaparecido el degollado y la cabeza.
Apenas se notaba la arena removida. Los guardiaciviles amenazaron con
detenerlos y hacerles pasar una noche en el calabozo si volvían a hacerles otra
jugarreta. Cuando se fueron, el clan, desconsolado, se sentó en la arena.
En ese
momento hice mi aparición triunfal. Casi me matan, pero mi broma se comentó
toda la temporada.
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Llegó
la policía y el médico forense. La unidad coronaria móvil ya retiraba los
equipos, impotentes.
Luis,
con los codos apoyados en las rodillas, sosteniéndose la cabeza con las manos,
no se atrevía a mirar el cuerpo de su amigo.
Lloraba.
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¿Y
cuando me ahorqué?.
Habíamos
ido a pasar unas vacaciones a la estancia del padre de Pepe, el otro del grupo.
A los pocos días estábamos aburridos a más no poder. Yo debía hacer algo para
romper la abulia, mis bromas normales no surtían efecto y todavía faltaba una semana para que pasara el ómnibus que nos regresaría
a casa.
Se me
ocurrió la genial idea de ahorcarme. Comencé a fingir tristeza, nostalgia. Me
quedaba mirando el atardecer con los ojos empapados en lágrimas, (demás está
decir que soy todo un actor). Pasé el día siguiente callado, apartado de los
demás. Entretanto, preparaba una gruesa cuerda y un arnés, que me colocaría por
dentro de la ropa. Busqué una lengua de oveja en el enorme refrigerador de la
cocina; la escondí debajo de mi almohada. Guardé en una latita de conservas
vacía un poco de ceniza y esperé el momento.
A la
hora de la cena dejé escapar el comentario:
-Esto
es deprimente, estoy tan desolado que me ahorcaría. Y me fui a dormir, todos
habían escuchado.
Me
levanté de madrugada y me dirigí a unos eucaliptus. Del tronco del más ancho se
desprendía hacia el costado una rama gruesa, a la altura deseada. Me unté
cara y manos con ceniza. Me coloqué el
arnés por debajo de los brazos; de allí me suspendería. Vestí la chaqueta;
ajusté el lazo falso de ahorque alrededor de mi cuello y crucé la cuerda por
encima del gajo. Me paré sobre un poste corpulento del alambrado, estiré la
soga y la até con firmeza al tronco.
El
primero en verme, según mis cálculos, sería el peón y daría aviso a mis amigos.
Como
toque final, aunque un poco asqueroso, me puse la lengua de oveja en la boca,
colgando.
Justo a
tiempo. Escuché ruido en los galpones. Me dejé caer lento, para evitar las
oscilación prolongada.
Y me
ahorqué; es decir, la chanza funcionaba.
Dolía
un poco debajo de los brazos y me babeaba, obligado a sostener con los dientes
la lengua del caprino.
Mi posición, pendiendo de la rama, era
claramente visible del cuerpo principal de las edificaciones, por quedar al
este de las mismas.
El sol
hacía en ese preciso instante su entrada en escena.
Vi
asomarse al paisano, mirar extrañado adonde yo estaba y acercarse despacio.
Cerré los ojos. Escuché la expresión de espanto:
-¡Ave
María!
Regresó
a toda carrera, tomándose el sombrero con la mano, sin mirar atrás.
Vestidos
a medias, en estampida, llegaron mis amigos.
Las
mujeres lloraban. Los varones se persignaban, unos daban la espalda, otros hacían
arcadas.
-No
puede ser-, comentaban.
-¡Qué
locura!.
-¡El,
nada menos!.
-Es
culpa nuestra.
-Estaba
muy triste anoche y no le dimos importancia.
-Dios
mío.
A nadie
se le ocurría bajarme. ¡Idiotas!.
Hasta
que el peón se dirigió a la cuerda; como no podía desatarla, desenvainó el
facón y la cortó.
¡Que
porrazo!. Con el golpe solté la lengua de oveja….. y la mía. Grité:
-¡Aaaaah!
Por
segundos todos quedaron estáticos.
Cuando se percataron de la jugarreta se me tiraron encima para matarme. Por
momentos pensé seriamente que lo
harían.
Había logrado mi objetivo. El estado de ánimo mejoró
notablemente. Todo fue alegría hasta que llegó el ómnibus. Aunque hube de
cuidarme del peón hasta que partimos.
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El policía levantó un sobre de carta del piso de la sala. En
cursiva se leía: “A mi amigo Luis”
-¿Usted es Luis?.
-S…..í, sí señor…., yo soy.
- Este sobre es para usted.
El joven tomó el sobre, lo abrió y sacó la hoja. Leyó rápido,
por encima. Se le iluminaron los ojos.
-¿Dónde está el forense?, debo hablar con él. Urgente, por
favor.
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No basta con ser alegre, divertido. Quiero protaonizar una broma
inolvidable. Que ese día sea declarado el “Día Mundial del Bromista”. Que todos
me recuerden. Que me levanten un monumento. Que eternicen enel bronce mi risa.
Que se lea en el pedestal:
“Al gran Remigio, el mayor bromista de todos los tiempos”.
Debo morir, ser declarado muerto por un médico y resucitar.
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-¡Doctor, doctor!. Lea esto.
El médico, de túnica blanca y estetoscopio al cuello, estaba agachado al
lado del muerto. Se paró.
-¿Que sucede?
-Es una carta de él- dijo Luis, señalando a su amigo.
-¿Qué dice?-.
Luis leyó:
“Querido hermano de
juergas:
Que
se te pase el susto. Estoy frío, parezco muerto, pero no es así, créeme. Logré
entrar en estado cataléptico. Por eso de la rgidez. Soy genisal, ¿no es
cierto?. Tu debes cuidar que no se me entierre vivo. ¿Entiendes?. Es la mejor
broma del siglo. En quince horas ”resucito”. Nos vamos a agarrar una borrachera
de antología. No te preocupe por la rubia, ppospuse la cita antes de morirme.
Hasta luego.
“El Gran
Remigio”
-¿Qué me dice Doctor?
El galeno sacudió la cabeza y llamó al policía aparte.
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Remigio llenó el vaso con agua mineral, salió de la cocina y se dirigió a
la sala. El plan era perfecto. Abrió su mano derecha. En la palma descansaba un
grueso comprimido de dos colores. Abrió la boca y lo puso encima de la lengua.
Elevó el vaso y bebió de un sorbo el contenido. Abrió la boca y lo puso encima de la lengua.
Elevó el vaso y bebió de un sorbo el contenido. Ya estaba, ahora debía esperar
el efecto. Imaginaba la sorpresa de Luis al encontrarlo; se pondría nervioso
cuando no le abrieran la puerta. La rubia lo tenía descontrolado.
El burlón moribundo buscó un lugar donde tenderse, debía ser patético.
Qué susto se va a pegar Luis, la mejor broma de mi vida, va a ser el
comentario por mucho tiempo…….(ya se le hacía dificil hilvanar los
pensamientos)…, -¿está seguro profesor queme despierto antes de las…..quince
horas?, claro mi amigo confia en mí, que profesor aquel….Loco Remigio,
insuperable viejo insuperable, rayado total, Grande el Remi….. morir y
resucitar….sos el mejor….el mejor.
Sonreía Remigio, sentado al borde del sillón. Los párpados pesaban. Ya no
podía pensar,
Cayó.
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Todos los amigos a su alrededor. Y
el profesor. Lo había logrado. Era famoso.
Nadie olvidaría aquel día memorable jamás.
Luis se resistía a creerlo:
-No nos hagas esto por favor, Remigio.
Hasta que un hombre de guantes blancos lo obligó a retirarse amablemente.
Iban a tapar el féretro.
FIN
(Cuento premiado en un concurso literario)
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Autor Roosevelt J. Altez email: buencuentista@gmail.com
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