miércoles, 19 de diciembre de 2012

¿Qué hago aquí?

¿Que hago aquí?

Me formulaba la pregunta mientras caminaba hacia la entrada del túnel.
La enorme boca de cemento, diseñada como acceso para cuatro vías del metro bus, me esperaba para digerirme esa mañana, y vomitarme diez horas después. Para entonces, el sol, al que veía sólo los fines de semana, se estaría ocultando detrás de la arboleda que coronaba los lados de la enorme depresión.
El lugar pronto albergaría diecisiete líneas ferroviarias con sus correspondientes vehículos de pasajeros, lavadero y taller de reparaciones.
La pregunta persistía, daba vueltas.
Y mientras cruzaba el dilatado umbral que me llevaba a las entrañas de la tierra, la interrogante se multiplicaba, paría más acusaciones que, como dardos certeros e ineludibles, se clavaban en mis entrañas.
Sucedía al comenzar cada día, y en cada oportunidad utilizaba el mismo recurso para evadirme; fintaba, esquivaba, inventaba historias, ensayaba excusas; hasta que dejaban de golpearme el pecho. Entonces, la nostalgia se apagaba en la oscuridad, y el ruido de los martillos neumáticos y las mezcladoras de cemento aturdían todo lo que no fuera mi específico cometido de marcar la línea central de la futura vía en el húmedo suelo del túnel.
Hay momentos en la vida en que los sueños te levantan en vilo y te llevan exactamente adonde quieres ir. Pero para que ocurra tienes que, por supuesto, ser un soñador, o al menos tener la habilidad de fantasear.
La mejor edad para ello es cuando todavía no te han golpeado en demasía, cuando el mundo te ofrece tentadoras alternativas, puertas una al lado de la otra, todas abiertas. Es el tiempo en que no le prestas oídos a historias de fracasos, es cuando tu optimismo te hace invulnerable a  los que buscan quebrar tus castillos, a los que apedrean el alma. Si en esos años cuidas tus sueños como un tesoro, entonces estás listo para emprender vuelo en el preciso instante en que te den pista.
Pero si te tocó enamorarte, y te casaste, y conseguiste un trabajito lo suficientemente seguro como “para ir tirando”, y comenzaste a juntar años “para la jubilación”, entonces las anclas no te dejaron zarpar, se debilitaron los vientos de tus quimeras, y se hicieron jirones las velas de la esperanza.
Fue justo cuando empezaron a zarandearte, y tuviste que asirte fuerte para no caer por la borda al océano de los desesperados, donde se paran encima de tu cabeza, y las tablas que pueden mantenerte a flote escasean.
Algo así me sucedió a mí; asegurado por cientos de minúsculas estacas, como Gulliver en el país de los enanos, dejaba pasar el tiempo y las oportunidades, mientras se multiplicaban las pequeñas ataduras, hasta que me inmovilizaron por completo.  
Para cuando logré soltarme, ya tenía mujer, hijos, perro y gato. Y además, el resto de una familia que me retenía como lastre a globo aerostático.  
Las coplas de Pueblo Blanco: “pero los muertos están en cautiverio, y no nos dejan salir del cementerio”, pintan el cuadro incomparablemente.
Hay un tiempo de partir y uno de quedarse. Yo desperdicié el primero.
Luego  me di a la tarea de remendar un velero desahuciado, calafateado con una viscosa mezcla de sueños de borracho e historias de amigos fracasados, y me hice a la mar cuando la marea tiraba hacia la costa y las aves se alejaban del océano, prudentes.
En realidad no me embarqué. Destrozada toda esperanza, llené dos valijas de lo que quedó de quince años de peleas y traiciones y un divorcio, y saqué un pasaje barato sólo de ida a la tierra donde los billetes se daban como las frutas, con la idea de volver en unos pocos años, lleno de “plata” y feliz.
Aquí estoy todavía.
El túnel sigue prolongándose y bajando, y cada vez hace más frío. Analogía cruda de mi propia existencia, la salida se aleja a cada paso, como yo me alejo de  mis metas.
Una lágrima amenaza humedecerme la mejilla, pero se seca apenas brota, aún debajo de los lentes de seguridad.
Me consta que la utopía de volver embriaga, y cuando te das cuenta, eres un soñadicto. Es decir, tanto creíste en los sueños que ya no puedes vivir sin ellos. Y cuando la realidad te somete a terapia intensiva, entonces necesitas una camisa de fuerza, casi siempre confeccionada de olvido, para no enfermarte o lo que es peor, huir al pasado que ha dejado de existir.
Soy prisionero, las paredes de mi celda, en lugar de rayas, reciben las marcas de los años jalonados por visitas de familiares que dejan lágrimas, fotografías e ilusiones de rencuentro allá, en mi tierra querida.
La cárcel es enorme, tiene el tamaño del territorio de los Estados Unidos. Puedo desplazarme dentro de ella, buscar distintos trabajos, intercambiar experiencias con otros prisioneros que, como yo, no tienen idea del largo de la condena.
            Pero quiero terminar el túnel, dicen que allá abajo vamos a encontrar otro, ya listo, donde la línea del metro llega, y que ese viene de la superficie, del centro de la ciudad, donde todo se puede adquirir, hasta la ciudadanía americana.
No te miento, he imaginado que cuando se junten saldré del pozo en algún lugar de mi amado Uruguay, a la Avenida dieciocho de Julio, o a la playa Pocitos, o a Punta del Este, en un espléndido verano.
-¿Qué hago aquí?
Mientras me desplazo diez metros, no, no, diez pies, para colocar la próxima marca, intento ser honesto conmigo mismo.
Y una pregunta trae la otra, que a su vez me ayuda a no contestar, a no definirme, a no torturarme.
Me pregunto: -¿Quiero volver?
Volver.
La familia ha aumentado, los hijos se casan, y apenas puedo mandarles un presente, y hacer una llamada en esa fecha tan importante para ellos.
No voy a estar en las fotos del casamiento, ni en el video, por supuesto.
Quisiera ver crecer a mis nietos. ¿Debo incluirlo en la lista de los sueños?
Hace unos días pregunté por los papeles. Mi carpeta está en el fondo de la pila.
Dije: ¿Cuánto más? -De uno a siete años- fue la respuesta.
Me llama el supervisor.
-¡Hey!  Ándale-. Para él, todos somos mejicanos.
Pregunta cuánto me falta para terminar los doscientos metros, digo pies.
Si le entendí bien el insulto, creo que tengo media hora más.
Es increíble cómo se simplifica el aprendizaje de un idioma cuando te ejercitas primero en las obscenidades. Le devuelvo la palabrota, total, somos amigos.
-¿Qué hago aquí?
La conciencia me acusa:
-¿Porqué no lo pensaste antes de salir, de tomarte el avión?
Es la verdad, bueno, sí lo pensé, pero se me agotaron las opciones. Es duro envejecer en un país donde no hay trabajo para ancianos de treinta y cinco años.
Y justo apareció ese amigo que vivía en los Estados Unidos.
-Allá- me dijo- todo es fácil para un tipo preparado como vos.
Y le creí.
-“How much longer?”
El gringo de nuevo, está apurado. Quiere saber cuánto tiempo más.
-Cinco minutos, le contesto en español, mientras levanto mi mano y abro los dedos, sin mirarlo.
-¿Qué hago aquí?
La verdad que no sé.
Y que quede entre vos y yo, pero tampoco sé qué me asusta más, si el volver o quedarme hasta que me salgan los papeles.
Termino mi trabajo y comienzo a recoger mis herramientas. A los gringos les gusta que soy ordenado. Me cuelgo mi “lonchera” al hombro, sacudo la linterna, probándola, y empiezo a caminar hacia la salida, esquivando bolsas de basura y saludando a los que se quedan para limpiar el sitio.
Se hace tarde.
Todavía tengo que pasar por la oficina, dejar mi hoja de trabajo y manejar cuarenta y cinco minutos hasta el lugar que alquilo, que rento, como dicen acá; un sótano de un “townhouse”.
No miro para atrás al salir a la superficie, el sol se debilita tras las copas de los cedros, el viento sopla suavemente, y el ruido de la ciudad, del tránsito, sustituye al de los compresores de aire y los martillos neumáticos.
Me voy a casa.
Suena extraño: “me voy a casa”
Los gringos muchas veces quieren saber a qué lugar tú llamas tu casa.
Y ese es el drama del inmigrante.
Vendiste todo para venirte, allá está tu tierra, tu hogar, está tu familia. Pero no tienes nada.
Abundan las vivencias, en la dimensión de los recuerdos, pero tener…
-¿Acá?
No tienes nada.
Puedes llegar a poseer una casa, un buen auto, hasta un bote.
Pero tener, no tienes nada.
-¿Qué hago aquí?
-No sé.
-Pregúntamelo mañana, a la entrada del túnel, y te contesto. 
FIN
(Cuento premiado en concurso literario)

Autor: Roosevelt J. Altez                email: raltez@gmail.com

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